lunes, 25 de junio de 2007

La maldición de la perdiz

Llegábamos a la tierra de Pizarro sin la sospecha de que marcaría nuestro destino. Nuestros pasos remontaban las calles al encuentro del castillo, hierática figura en el horizonte de la tierra extremeña, descubriendo rincones de aséptica belleza. La mirada se perdía entre las nubes para recabar en el perfil adolescente de la nueva compañía. Chispas de satisfacción, chispas de ilusión. El paseo aligeraba los estómagos y reconfortaba los espíritus. Entramos en el restaurante deseosos de calmar el hambre, prolongar el éxtasis, someter al propio deseo. Pero tú pediste perdiz. Y el destino falló en nuestra contra.
El viejo cogollo de la ciudad, patrimonio de la humanidad, con sus callejas estrechas y sus rincones encantadores se iba quedando en penumbra según el sol saludaba otras latitudes. Con la oscuridad también crecía tu desasosiego, tu malestar físico, el germen de la agonía. Y decidiste escapar de sus penurias. Pero esa huida tuviste que hacerla sola, no hubo abrazo comprensivo, la soledad adueñada de tu cuarto en la pensión. Pasaste miedo, angustia, desesperanza, sobre todo decepción. Mi regreso no calmó esas sensaciones, más bien al contrario.
El día siguiente fue largo en la capital extremeña. El puente sobre el Guadiana mostraba unos ojos velados por el agua, tu reflejo en su milenaria silueta. El teatro, el circo, las villas, los templos...se disputaban tu tristeza y la duda razonable. Tu cuerpo seguía con su batalla mientras la cabeza sufría con la suya. Amplios mosaicos de colores entrelazados componiendo una imagen indeseada.
El tiempo desplegó sus alas polvorientas y nos encontró de nuevo sobre el puente, muerte del Tajo esta vez, regalando nuestra vista con los planos superpuestos de los abigarrados barrios de Lisboa. Ciudad portuaria, puerta de entrada a un mundo nuevo, tu cuerpo y el mío sabiéndose uno. Sus calles empinadas revelaban secretos de alcoba mientras mis dedos ensortijaban tu pelo ondeando con la brisa de la costa. Esos pasos sobre el alambre de la muralla sortearon la caída al vacío que no supo, más adelante, evitar nuestro mundo.
La procesión tras los troncos por la carretera de montaña preludió nuestra llegada a la universidad más antigua de Portugal. De nuevo entonces se rebelaron tus entrañas y hubimos de hacerles caso, no sin porfiar antes por su conveniencia. Largas horas de espera en una ciudad sin noche, en una noche sin música, en una música desacompasada. El sueño interrumpido por el paso del tren y los ladridos indignados del cachorro abandonado nos devolvieron a la vida diaria de esperanzas y rutinas.
No queríamos caldo pero tomamos dos tazas, la tercera quedó para un futuro ahora oscurecido. LLegaba después del desencuentro de la playa, morros tú, concha yo, largos paseos bajo el sol abrasador de la lucha de poder. Y las dudas viajaban a casi doscientos por la autopista, el pánico en tu cara reflejado y mi indecisión envuelta en las olas del Atlántico. Tacita de plata, gambas de Sanlúcar, pescaíto en Romerijo endulzando el viaje que, finalmente, no tuvo parada en el sur adonde volveríamos celebrando nuestras victorias sobre el tiempo.
Como la lograda ante Medina Azahara, ruinas majestuosas de un pasado milenario, demostración ostentosa del lujo y la pasión cabalgando a lomos de nuestros mejores días. A orillas del Guadalquivir sellamos nuestros deseos de eternidad, la estampa de la Mezquita y la alcazaba dominando la firma y dando fe de la solemnidad del momento, los viejos molinos en el río esperando una corriente que entonces nos llevaba en volandas, miradas cómplices y sonrisas felices.
Volvimos a traspasar las fronteras del país, esta vez al norte, amplios bosques rodeando las carreteras y playas defendidas por refugios de la última guerra global. Los compañeros de escapada, mezcla de regiones, intercambio de experiencias, caldo de cultivo para las noches de tertulia, nos mostraron las dificultades de los espacios compartidos. Ellos en esa ocasión, los míos en muchas otras, realzando tu interacción en mi vida, manifestando la disparidad de criterios en la visión social que separarían nuestros caminos. Desde lo alto del monte Igueldo la playa de la Concha reflejaba el sol del mediodía sobre esas aguas del color de tus ojos y la imaginación se perdía en parajes ultramarinos.
Cruzamos ese océano levemente para alcanzar las islas afortunadas, la más negra de esas islas, la menos afortunada de las ocasiones, un pie arrastrado y una frustración ahogada en mañanas sobre las cenizas bañadas por las olas, tardes de excursión a las cuevas excavadas por lava ardiente que se apagaba al unísono de nuestros corazones y noches de refugio en nuestro pequeño apartamento para no gastar lo que no teníamos o lo que queríamos conservar más allá de las pulsiones. Los escorzos selenitas del Timanfaya callaron pesarosos entonces mientras calmábamos nuestras pieles enrojecidas por el sol con aloe y pretendíamos perpetuarnos en las semillas sustraídas cuyos brotes acabarían siendo pasto inverosímil de los gatos.
Entre medias reímos, intimamos, disfrutamos en ese ramillete errante anual que nos llevaba ilusionados ora a degustar vinos persiguiendo escurridizos dinosaurios, ora a deslizarnos con el agua juguetona a través de monasterios de piedras y silencios, ora a conquistar la serranía negra con sus vados, ora a imitar a Carlos I entre cerezos en flor y pimentones picantes, ora a solazarnos con el nacimiento de ese río que habíamos visto morir en Lisboa, ora, por supuesto, como mágico recurrente en nuestra relación, a perdernos por esos bosques abrazados al Ebro y sus molinos, sus mariposas y sus tumbas, sus chuletones y sus iglesias naturales, sus abubillas y sus lirones, sus espectros y sus vacas, imágenes rasgadas con el tiempo...
Y llegó Granada. Crueles cuestas de destinos encontrados que nos elevaban en la espiral de viejas sensaciones y obstinados sentimientos, que nos hundían en el abismo de cercanías desgastadas y hábitos viciados, que nos mostraban una Alhambra colmada de ornamentos pero sin reyes en su interior, Albaicín tomado por los turistas cuyo espíritu flotaba en el mirador mientras San Nicolás negaba con la cabeza toda esperanza. Y llegó Cuenca, casas sujetas por los filamentos que barruntaban el vacío, precipicios que cursaban invitaciones con nuestro nombre y que no fuímos capaces de rechazar, zarajos de nuestras entrañas rodeando los sarmientos que nos mantenían erguidos a duras penas.
Fue entonces cuando la perdiz se posó en esa plaza de soportales y balconadas, en ese castillo vigilando la llanura madrileña, en esas cuevas de vinos afrutados y sentimos que su maldición estaba cercana a cumplirse. Rompimos desesperados nuestro silencio intentando ahuyentarla, no sabíamos bien si a la maldición o a la perdiz, pero ya era demasiado tarde. Con su aleteo acompañaba las lágrimas de la despedida como los delfines escoltan los veleros en sus singladuras.
Tu aversión por las aves encontraba justificación al fin y al cabo y sucumbimos a la maldición sintiéndonos infinitamente desdichados.