viernes, 26 de octubre de 2012

Maranosequién

La actualidad es un caballo desbocado, que no descansa ni abreva. Por eso esta entrada (que fue escrita para la semana pasada pero cambié por la de Sádaba, habida cuenta del vínculo emocional que me unía a la localidad aragonesa) ahora parece desfasada.  Y más con una semana de noticias inspiradoras como la de los trasplantes de almas de Mariló, las críticas a Marías por su rechazo al Premio Nacional de Narrativa o la controversia por la donación de Amancio Ortega. Pero no tengo tiempo para tanto, así que retomo aquella entrada y me aparto, no sea que el caballo me atropelle (por me aparto se entiende que me voy a San Frutos, claro).

Esta semana pasada fue otorgado el premio Planeta. Y como es tradicional, la polémica ha envuelto el acto. Pero vayamos por partes, que hay mucha tela que cortar.
Lo primero, nobleza obliga, felicitar al ganador: Lorenzo Silva. Conocí al señor Silva en la última Feria del Libro de Madrid. Me dedicó diez minutos de su tiempo (o yo lo acaparé; habría que preguntar al protagonista) durante los que fue amable, cercano y bastante cómplice. Supongo que es lo mínimo que se le pide a alguien que vive de sus lectores, pero no siempre es la norma. También entiendo que el año que viene su cola se multiplicará (la de público interesado en conseguir su dedicatoria; la otra no lo sé, aunque ganar este premio debe ser lo más cercano a levantarte una mañana, mirar hacia abajo y contártela en palmos...) y quizá ya no disponga de diez minutos para todos. Un poco lo que ocurre con los médicos decentes de la seguridad social, que el volumen de pacientes atraídos por las buenas prácticas del galeno acaba recortando el tiempo empleado en cada caso. El año que viene lo sabremos.
Me gustan los libros de Lorenzo Silva. Su literatura me resulta entretenida, bien llevada y con recursos estilísticos de mi agrado. No voy a ahondar más porque no soy crítico ni lo pretendo, pero animo a quien no haya leído nada suyo a que le dé una oportunidad. Acabas cogiendo cariño a Vila y enamorándote un poquito de Chamorro.
La polémica no viene por ahí (aunque se haya sugerido al autor si fue un encargo, habida cuenta de que la novela premiada es la séptima entrega de la saga y se presentó con seudónimo; él lo niega, por supuesto, aunque en su caso llovería sobre mojado porque ya ganó el premio Nadal con la segunda novela de los guardias civiles).
Tampoco por el hecho de que se hayan juntado el ministro de Educación y el presidente de la Generalitat (Generalidad para los que estén sensibles con el asunto), en estos tiempos convulsos de independencia y españolización, tan entretenidos para las tertulias, que así pueden dejar de hablar por un rato de los recortes bárbaros de ambos gobiernos (el de España y Cataluña) en asuntos vitales como la sanidad o la propia educación. Ambos hicieron su papel: se acercaron cuando tenían que acercarse y se ignoraron cuando debían hacerlo. Más triste es que la fotografía del día siguiente sea esa y no la del ganador, pero así funciona este mundo (de mierda).
La polémica vino a raíz de la finalista, Mara Torres (a ella ni la conozco ni la he leído, lo siento). O más bien por el uso que de su nombre hizo otro personaje peculiar donde los haya, Lucía Etxebarría. En efecto, la escritora ninguneó a la otra escritora, escribiendo en twitter "Gana el planeta Lorenzo Silva. Finalista Mara nosequien de TVE". Le llovieron palos y rectificó "Lorenzo Silva ganador Mara Torres finalista". Y además se disculpó en el twitter de Mara Torres (unas horas más tarde) "Felicidades y LO SIENTO de verdad. Ayer, como viste, estaba medio dormida. Metedura de pata muy gorda. Felicidades de nuevo".
Lucía Etxebarría. Encanto de mujer. Tampoco la conozco ni la he leído (ella, como Silva, ha ganado los tres premios gordos de la editorial Planeta: el Primavera, el Nadal y el Planeta) y reconozco que debería, para poder criticarla (literariamente) con conocimiento de causa. Pero me da una pereza comparable a hacerme una depilación de ingles a la brasileña. Lo que sí hice (mientras duró la aventura) fue leer sus columnas en el extinto periódico gratuito ADN. Y como en los toros, con división de opiniones: a veces compartía su criterio y otras veces no, pero siempre tuve la sensación de que se metía en los fregaos (de los que luego procuraba escapar como víctima) a conciencia.
Este último incidente (¿da para llamarlo así?) viene a corroborar su afán de protagonismo. Y su absoluta mezquindad por pretender apoderarse del tiempo de gloria de sus colegas (del que ella en su momento ya disfrutó) consiguiendo reaparecer en la escena pública, por motivos distintos, eso sí, a su talento. Mucho más patética que su salida de tono me parece la excusa para justificarla: "estaba medio dormida".
Aquí entronco con el verdadero motivo de la entrada, pues este episodio parece cosa de poco (aunque ¿cuál no lo es ?). Con los nuevos medios a nuestro alcance, que nos permiten comunicarnos y comunicar nuestros pensamientos al instante, cualquiera considera necesario compartir sus impresiones.
Y me voy a meter en un jardín, en honor a la señora Etxebarría : tanto twitter, tuenti, facebook y demás, han llenado el mundo (virtual) de opiniones que no aportan nada, comentarios sin substancia e intervenciones a las que parecen sentirse obligados muchos personajes (anónimos y populares) que sólo llenan de ruido el ambiente.
Ruido y coces, pues lejos de argumentar y multiplicar las perspectivas, en muchos casos sólo insultan al que piensa distinto y rebuznan consignas estereotipadas, convirtiendo cualquier diálogo en un auténtico Atapuerca: no por lo primario de las reacciones (que también podría aplicarse) sino porque tienes que excavar y excavar para encontrar algún dato de interés. Lo cual provoca el cansancio y consiguiente abandono del lector. ¿Resultado? Se revientan los hilos, se diluyen las ideas, huyen quienes tienen algo que aportar,aumenta el ruido.
Libertad de expresión, lo llaman; democratización de la información, sugieren. Pues vale, pero el derecho a expresarte no te obliga a hacerlo (sobre todo si no tienes absolutamente nada que aportar) y tampoco la información tiene el mismo valor, según de dónde provenga o quién la proporcione. Otro caramelo con el que nos han engatusado.
Así pues, señora Etxebarría, suponiendo (que ya es mucho suponer) que fuera cierto lo de su letargo, el mundo bien hubiera podido pasar sin su tweet, como puede pasar sin los de tantos otros. "¿Qué sería de nuestro mundo si nadie hablase salvo cuando tuviera algo interesante que decir?", me puede echar alguno en cara. Y aquí, mi jardín: me encantaría conocerlo.
Pero no caerá esa breva. Siempre habrá alguien (incluso desde un blog) empeñado en dejar constancia de su prescindible necedad.

viernes, 19 de octubre de 2012

Sádaba

Tenía preparada otra entrada para hoy, pero las imágenes de la tremenda riada en Sádaba me han conturbado tanto que, como los buenos noticieros, me pliego a la actualidad.
Sádaba es la patria chica de una persona a la que guardo un cariño especial. Fui invitado a visitar el pueblo en numerosas ocasiones, pero por unos motivos u otros nunca llegué a ir. Años después, sin apenas ya contacto, un regalo de boda me llevó hasta las Cinco Villas (comarca zaragozana a la que pertenece Sádaba, junto con Ejea de los Caballeros, Tauste, Uncastillo y Sos del Rey Católico) y así pude conocer la localidad. Casualidades de la vida, en ese viaje nos encontramos a su hermana, pero no en Sádaba, donde hubiera resultado más esperable, sino en Sos del Rey Católico (como indica su nombre, allí nació el rey Fernando).
De Sádaba visitamos su castillo, su iglesia, el mausoleo de los Atilios y anduvimos a la vera del ancho canal por el que culebreaba el río Riguel, un reguerillo de agua al que la denominación de río sonaba excesiva. Y eso que estábamos en noviembre.
Por ese recuerdo de un cauce prácticamente seco, impresionan aún más las imágenes de la riada:

 Da la casualidad de que, además, ese río y ese cauce ahora desbordados, formaban parte del escenario de un relato que le dediqué a aquella chica. Entonces no existía google maps ni el uso de internet estaba tan generalizado (ese relato fue escrito hace tanto tiempo que, de haber cobrado por él, hubiera sido en pesetas), por lo que la documentación bebía de fuentes intrincadas o, directamente, de la imaginación.
Como homenaje al pueblo de Sádaba en estas horas angustiosas, reproduzco el cuento, tal cual lo escribí entonces (no he cambiado ni una coma). Como homenaje y porque, a la vista de lo ocurrido hoy, su lectura me resulta singular.
¡Qué diablos! En realidad he sucumbido a la nostalgia. Si, por un casual (ya han ocurrido más) lo leyera ella, espero que le traiga buenos recuerdos.
Un beso, Cris:


El Altar de los Moros



Claudia se echa la capucha sobre la cabeza y sale sigilosa por la puerta de la villa. Las sombras de la noche la abrazan al tiempo que devuelve la cancilla a su sitio. La luna, una débil línea blanquecina acechada por estrellas parpadeantes, apenas ilumina para no tropezar con sus propios pies. De cualquier manera, conoce el camino a la perfección.
Palpa el final de la tapia ; a lo lejos se oye el murmullo del agua, todavía muy atenuado por la loma que separa la villa del río. Los grillos callan a su paso, retomando sus canciones amorosas al sentir que Claudia ya no representa un peligro.
La joven avanza por el camino. Sabe que no le queda mucho tiempo. Debe actuar con rapidez y precisión, ya que quizá esta sea la última noche.
Llega a lo alto de la loma y discierne más con la certeza de lo bien conocido que con la vista el contorno de la orilla. Se frena entonces y, volviéndose, inspecciona la villa. No se distingue ninguna luz.
Comienza a descender hacia el río.

La última vez que fui al pueblo era diciembre. Hacía bastante frío, pero casi lo prefería puesto que así podíamos encender la chimenea sin que mi padre pusiera excusas de su futilidad. En realidad no le gusta porque teme que prendamos fuego a la casa.
Mas aquellas navidades era necesario cualquier elemento capaz de suministrar calor. Cuando hace tanto frío las calles del pueblo aparecen desiertas, como si hubiera caído una bomba que sólo hubiera acabado con los seres vivos, de tal suerte que no vimos a nadie conocido desde el coche.
Una vez en casa deshice mi maleta y fui a la habitación de mi hermana. Me la encontré tumbada en la cama, con la mirada perdida y las manos bajo la cabeza. Por lo menos no estaba llorando sobre la almohada, como en los últimos días. No me había querido contar la razón, pero no necesitaba ser muy avispada para darme cuenta de que algo iba mal entre ella y su novio. Muy mal diría yo.
- ¿ No me lo vas a contar ?
Debí pillarla con las defensas bajas porque respondió casi sin pensar.
- Me ha dejado.
Tragué saliva y le pregunté las razones. Negó con la cabeza y se dio la vuelta.¡ Oh, no ! Otra vez a llorar. La agarré de un brazo y tiré de ella. Debía salir y no quedarse allí amargada. Me costó Dios y ayuda convencerla pero logré que nos acercáramos al bar. En el trayecto me fijé en el castillo porque nunca lo había visto tan bello, con sus nueve torres jalonando el horizonte.
Mi hermana miraba hacia el suelo y a punto estuvo en un par de ocasiones de chocar con una señal. Se me ocurrió que quizá el río estuviera helado y eso la animaría. De pequeña le gustaba patinar y siempre insistía en ir a una pista de hielo.
Giramos en la siguiente calle y nos dirigimos hacia el Riguel. No solía llevar mucha agua habitualmente pero ese invierno había llovido bastante más de lo normal.
Tras cinco minutos de conversación escasa ( no conseguía sacarle más que monosílabos ) llegamos al puente. El río no estaba helado pero sí tenía un caudal abundante. Mi hermana se apoyó en la barandilla y perdió la mirada entre las aguas. Yo bajé hasta la orilla y mojé las manos en un remanso. Estaba realmente fría.
Mi hermana, de improviso, se dirigió a la otra orilla y recogió algo del cauce. Para ello tuvo que meter la pierna hasta la rodilla, por lo que supuse que sería de mucho valor. Sin embargo, al llegar junto a ella, lo había guardado en un bolsillo y se negó a mostrármelo.. Por más que le imploré no conseguí que tan siquiera me dijera de qué se trataba. Al final, totalmente indignada, me fui al pueblo para ver a mis amigas, dejándola allí con sus comeduras de cabeza y sus reacciones de niña malcriada.

Claudia alcanza la orilla del río. No lleva mucha agua y es más seguro atravesarlo por estos pagos, al abrigo de miradas imprevistas, que por el puente de la calzada.
Tantea con los pies para hallar la piedra más segura. Entonces avanza sobre ella y busca otra semejante, hasta cruzar por completo... ¡ cuidado ! En la última tropieza y cae de bruces sobre el agua. No cubre más allá de un palmo, pero su temperatura hace que Claudia se incorpore de manera fulgurante.
Una vez en el otro lado se seca las piernas con la túnica. Espera no haber gritado, aunque no puede dar fe de ello. Se palpa la pierna izquierda para constatar que la tiene un poco hinchada.
Renqueando pero decidida, se acerca a la tapia que, como de un sueño, surge a los pocos metros del río.
Al llegar a ella respira profundamente.

No vino en toda la tarde. La vimos a lo lejos, en su bicicleta, yéndose hacia la carretera. Luego nos enteramos por su hermana de que había estado en Clarina. ¿ Qué habría ido a hacer a aquel montón de ruinas ? Nunca le habían interesado especialmente por lo que supusimos que habría quedado con alguien allí.
Esa noche, a la cena, estaba muy excitada. Nos extrañó porque en el trayecto hasta el pueblo se había mostrado algo deprimida, suponíamos que por el suspenso en el carnet de conducir, y aquel cambio sorprendía sobremanera. Le preguntamos si había tomado algo, pero nuestra hija se salió por la tangente.
No es que no nos fiáramos de ella, bien sabe Dios que es una chica muy responsable, pero los jóvenes de ahora cambian de la noche a la mañana de humor con una facilidad pasmosa.
Nos dijo que se iba a dar una vuelta y cuando su hermana se ofreció para acompañarla le respondió que no era necesario. Salió tal cual, sin arreglarse lo más mínimo. Al momento volvió y entró en su habitación. Volvió a salir con un abrigo más tupido y los bolsillos repletos. Ante nuestra mirada interrogante elevó los hombros y alegó “el tremendo frío de los aires pirenaicos”.
Esta vez se dirigió al corral y, supusimos por el ruido de la cadena, cogió la bicicleta. Antes de que pudiéramos recomendarle que no la usara con este frío y tan de noche había cerrado la puerta y bajaba por la calle pedaleando vigorosamente.
Nos quedamos ciertamente preocupados.

Cuando ha recuperado el resuello, Claudia se remanga la túnica y se impulsa para saltar la tapia. Con un pequeño esfuerzo se encarama y consigue llegar al otro lado. Se oye el ladrido de un perro.
Claudia se pega a la tapia y comienza a andar buscando el camino principal. El perro aumenta el vigor de sus ladridos, pero eso no amilana a la muchacha. Sabe que está atado.
Ya reconoce el edificio. Le queda muy poco tiempo. Oye relinchar a un caballo en la lejanía. El cielo se va aclarando paulatinamente aunque la oscuridad todavía campea en la madrugada.
Claudia echa a correr, tropezando con el bajo de la túnica. Llega a la puerta y saca la llave hábilmente sustraída del arcón de Publio Atilio. Los nervios no la dejan atinar con la cerradura ; múltiples cascos rasgan el silencio.
 Por fin la llave se introduce en el ojo : una vuelta, dos vueltas, tres vueltas... la puerta cede. Claudia empuja y los goznes chirrían dando paso a una sala donde dos antorchas iluminan un altar. Sobre esa ara descansa el cuerpo de un hombre.
Fuera del edificio se oye el golpe de la cancilla contra el muro ; una voz grave se dirige a otra persona y unos pasos apresurados se acercan a la entrada.
Claudia se aproxima al hombre. Le palpa los labios, las mejillas, los párpados, mientras sus ojos se humedecen. “¡ Oh, amor mi !” susurra al agarrarle la mano inerte.
Los hombres llegan a la puerta y la cruzan en el instante en que Claudia ha colocado un anillo en el dedo corazón de su amado y busca frenéticamente entre su ropa el segundo pendiente...

Mientras mis piernas impulsaban la bicicleta iba pensando qué era lo que me proponía. No lo sabía a ciencia cierta, pero una fuerza superior me ordenaba que llegara cuanto antes al Altar de los Moros. Al doblar aquel recodo del camino y surgir el mausoleo ante mis ojos me recorrió un escalofrío por la espalda.
Dejé la bicicleta amarrada en un árbol y con paso decidido llegué hasta aquel hueco en la tapia que tantas veces habíamos cruzado jugando de pequeños. Afortunadamente no había crecido tanto como para no caber por él y, tras arrastrarme un par de metros, el mausoleo se abrió a mí en todo el esplendor de que le dotaba la enorme luna llena que engalanaba aquella madrugada el firmamento.
Entre las ruinas que el tiempo había dejado avancé hasta entrar en la sala principal. Un hueco en el techo iluminaba el altar de forma sobrenatural y supe entonces que aquella noche era la más importante en la historia de mi vida. Me acordé entonces de mi familia, de mis amigos, de aquel novio que me había dejado...
Me acerqué al altar. Saqué de mi bolsillo el pendiente que había encontrado en el río aquella mañana, la joya que me había impulsado desde entonces adueñándose de mi voluntad a recorrer mi pasado y, quién sabe si también, mi futuro.
Coloqué el pendiente sobre el altar y un grito agudísimo paralizó mi respiración.
Claudia se desespera mientras aquellos dos hombres se acercan a ella amenazándola. No va a poder cumplir su promesa por aquel maldito resbalón en el río. Se coloca el único pendiente en su oreja derecha y, tras besar en los gélidos labios a su amado, sustrae de la funda que descansa sobre la superficie del altar la daga con la que, ante las exclamaciones desesperadas de los hombres que se abalanzan sobre ella, se atraviesa el corazón.

Aquella mañana, soleada y brillante, Sádaba se levantó con una tremenda nevada que sorprendió a los vecinos más madrugadores, los cuales recordaban que la noche anterior ninguna nube ocultaba las estrellas.
Los árboles se estremecían de frío bajo las espesas capas de nieve que soportaban sus ramas y los tejados mezclaban el naranja de las tejas con aquel blanco casi violento.
Sólo el Altar de los Moros apareció cubierto con una especie de pintura roja que, tras analizarla detenidamente, las autoridades dieron en afirmar que era sangre.
Nadie en el pueblo supo explicar aquel hecho y surgieron versiones por toda la comarca de las Cinco Villas. Cristina, sin embargo, se calló su opinión y tampoco quiso aclarar el motivo de aquel segundo pendiente que había aparecido en su oreja izquierda y que acariciaba con pasión.

jueves, 11 de octubre de 2012

1450 (relatos cortos)

Hoy os traigo un relato y una recomendación, aunque en orden inverso, porque primero me gustaría informaros de una paginita de facebook creada por Miguel, el maestro de las letras (en todos los sentidos). Miguel es el dueño del blog "Numen Inest" (que reseñé hace unas semanas) y un extraordinario poeta. Una de sus últimas invenciones ha sido esta página, donde pretende recopilar relatos cortos de todos aquellos que se animen a escribir:


Yo ya he añadido una modesta aportación. Os emplazo a que entréis y disfrutéis de esas pequeñas dosis de talento. No os arrepentiréis. Y, por supuesto, también os animo a que contribuyáis con unas líneas.

Os dejo con mi relato:

SOPLO

Juanillo sale corriendo. Mira, papá, son dromedarios: tienen una joroba. Papá otea inseguro. Algo le huele mal, y no son los animales. Juanillo acude al encuentro de las cebras. Cuenta las rayas, blancas y negras, ajeno a los atormentados recuerdos de presidio de papá. A otra cerca. ¡Vaya trompa! El elefante barrita mientras papá pierde la mirada. El alcohol es traicionero, sí. Juanillo lanza cortezas. ¿Tenemos pan? Los bocadillos, pero papá se niega y Juanillo desiste. La siguiente parada le enfrenta a los camellos. Estos tienen dos. ¿Perdona, hijo? Jorobas, papá, jorobas. Maldita droga... Papá se estremece. Camina timorato hacia el acuario. Los hipocampos contonean denodados sus cuerpecillos. Qué pequeños, ¿verdad, papá? Caballo... ¡Cuántas vidas comprometes! Papá está tenso, y tiene miedo. Juanillo observa los tiburones: su hocico tajante, su silueta fiera, sus potentes aletas... Había peces gordos involucrados, por supuesto, de la banca y del gobierno. Abandonan el acuario y alcanzan la zona de aves rapaces. Paran ante una gran jaula, como la que asfixia ahora a papá. Juanillo se prenda de un águila real majestuosa. ¡Y tiene polluelos! Oye cómo pían. Son feos pero Juanillo los contempla embelesado. Papá tiembla y rompe a sudar, un sudor frío de pánico puro. Él también pio. Alguien los vigila. Papá. Se siente indefenso, como un polluelo. Mira alrededor, angustiado. No los localiza, pero están ahí. ¡Papá! Un zumbido rasga el aire. Juanillo grita, los polluelos callan, el águila abre sus alas… y los buitres suspiran.