jueves, 20 de diciembre de 2012

Cesta de navidad

Hace unos días hablábamos de que las cenas de Navidad, con la crisis, iban a disminuir, algo que yo firmemente pensaba. Bueno, pues el hecho es que se me ha petado el calendario de eventos hasta el punto de que me coinciden algunos. Y no sólo a mí, que a varios amigos les está resultando difícil cuadrar las fechas también. Manda huevos.
(En mi descargo he de puntualizar que las comidas/cenas de empresa sí que se están reduciendo a la mínima expresión; otro tema son las reuniones de amigos.)
Lo cual me induce a sospechar que, o bien somos de esa parte privilegiada a la que nos ha influido la crisis pero no tanto, o que (como defienden algunos) vivimos más la psicosis que la circunstancia, o (como creo yo) al final tampoco debes renunciar a vivir pues la crisis podrá ser eterna pero nosotros estamos de paso.
Sea como fuere, otra de las tradiciones que ya se ha resentido (y sobre esta no habrá discusión ni matices posibles) es la de las cestas de Navidad. El que recibía una abundante, ahora la recibe chica; el que ya se contentaba con la chica, ahora no recibe nada. Si este fuese un blog interactivo (o twitter) saltarían de inmediato esas voces ubicuas (entre resentidas y despectivas) que siempre farfullan lo mismo ante, no ya una queja, sino la mera constatación de un hecho (como es el caso); seguro que conocéis alguna: "no te quejes, que al menos tienes trabajo". Y como ahora no te debes quejar, porque los hay peor que tú, pues así nos luce el pelo. Que no se quejen los funcionarios, que en el sector privado estamos peor; que no se quejen los trabajadores, que los parados estamos peor; que no se quejen los jóvenes, que los viejos estamos peor; que no se quejen los viejos, que los muertos estamos peor... Curiosa manera de entender la solidaridad, de lo cual se aprovechan, evidentemente, los que manejan los hilos, encantados de que gastemos las fuerzas divididos en vez de juntarlas contra ellos.
Pero no era mi intención saludar a la Navidad con el tono amargo que suelen rezumar mis entradas, sino todo lo contrario. Hoy traigo un regalo, porque Hontanazor sí que tiene una cesta para todos (¿tres?, ¿cinco?, ¿sólo un despistado que no ha tenido suerte con google?; para todos) sus lectores. Disfrutadla mucho.

- Una noticia ad hoc:  


- Un chiste navideño:

Llega Papá Noel a Somalia y al ver a tanto niño con cara triste, pregunta a un lugareño qué les pasa.
- Es que no comen nada.
- ¡Ah! pues si no comen no hay regalos.

- Un microrrelato sobre la profecía de los Mayas: 

La rueda de prensa había resultado desoladora. La situación del país devenía crítica, las cuentas públicas estaban quebradas, el desempleo afectaba ya a la mitad de la población, las revueltas sociales incrementaban la violencia, la inseguridad provocaba terror, enfermedades olvidadas resurgían por el colapso sanitario, el hambre recorría las calles, los suicidios se multiplicaban… mientras el gobierno anunciaba nuevos y más severos recortes. El ministro se excusaba al final: “nuestra obligación es cumplir con el calendario”. Y una periodista, no trascendió de qué medio, le preguntó: “se refiere al maya, ¿verdad?”.



- Una postal navideña:


- Y el deseo de que el nuevo año nos traiga motivos para que las entradas divertidas arrinconen de una puñetera vez a la amargura. 

¡Felices fiestas a todos!

 

martes, 11 de diciembre de 2012

Nobel de la ¿Paz?

La Unión Europea recibió ayer el premio Nobel de la Paz. Resultaba grotesco contemplar los rostros orgullosos de los mandatarios presentes ante el aplauso del público (público selecto, nada de indignados). El motivo, haber creado un espacio de concordia y entendimiento en un territorio donde antes se rifaban las hostias con papeletas marcadas, resulta tan loable como tramposo. Porque, si bien el enunciado resulta indiscutible (después de la guerra de los Balcanes, no ha habido un conflicto bélico en suelo de la unión), también lo es la inoportunidad del momento elegido para concedérselo a esta institución.
Este galardón debería premiar a aquellas personas o instituciones que promuevan, indiscutiblemente, la erradicación de la violencia como mecanismo de relación entre seres humanos. Es cierto que se ha devaluado con numerosas y polémicas concesiones (la más sonada y cercana en el tiempo fue la de un Obama recién llegado a la Casa Blanca, con las tropas americanas por medio mundo y Guantánamo vigente), que nos curan de espanto ante estas decisiones, más políticas que merecidas. Pero no por ello deberemos dejar de criticar lo que ya parece un signo de nuestro tiempo: la sombra del marketing (en puridad castellana, mercadotecnia, pero como suele ocurrir en estos casos, el término inglés resulta más popular) sobre la concesión de premios.
Ya sean artísticos, deportivos o sociales, las instituciones que los otorgan miden el nombre de los elegidos mucho más en términos de rentabilidad publicitaria (y económica) que de auténtico merecimiento. Es un feedback (o retroalimentación, de nuevo el anglicismo) que busca el beneficio de ambas partes pero pervierte la esencia misma de los galardones: cuanto más conocido o importante sea el galardonado, más resonancia provoca en el galardón.
Mencionado este punto, no quiero alejarme del motivo real de esta entrada: la oportunidad de la concesión del Nobel de la Paz a la Unión Europea. La UE vive momentos muy controvertidos, donde su papel en la crisis no parece precisamente el de bombero sino más bien el de pirómano. No ha declarado ninguna guerra a un país enemigo, no, pero incendia la convivencia en sus propias entrañas. Sometido a los designios de una crisis creada por intereses alejados de su realidad (pero mucho más cercanos a la esfera de esa casta dirigente de la propia UE), el pueblo contempla y empieza a sufrir los ataques a un estado del bienestar del que se siente partícipe y progenitor, no en vano fue logrado con el sudor de su trabajo en forma de impuestos.
Sin entrar a valorar los motivos ni culpas de todos y cada uno en esta crisis, el hecho es que la política está dando paso a la economía como motor de la sociedad. Y la política es el invento creado por el hombre para solucionar los problemas de la convivencia sin tener que utilizar los palos. Vamos, que por muy denostada que esté, sin la política impera la violencia. ¿Cómo se puede entonces otorgar un premio a la labor pacificadora de una institución que está permitiendo el aumento de la violencia por omisión de su función principal?
Dejo de lado los fríos datos que colocan a Europa como tercer productor mundial de armas (de nuevo los motivos económicos como motor de una sociedad) y su agresividad a la hora de conseguir lucrativos acuerdos con países pobres o en vías de desarrollo para que sus poderosas multinacionales tomen posiciones y hundan a las empresas locales. Y repito que, en estos momentos, no es mi objetivo criticar esta política (cada país o grupo de países defienden lo suyo, a costa de lo que sea) sino la concesión de un galardón con ese nombre a quien detenta esa política.
Habrá quien no entienda esta exposición, o le pille lejana. Incluso quien me tache de cinismo por acusar a los políticos de cargarse el estado del bienestar y luego criticar los cimientos en los que se basó (ya que nuestro crecimiento se ha cimentado, puro sistema capitalista, en esquilmar a los débiles para ser nosotros más fuertes). Para ellos tengo un ejemplo bien cercano de que la violencia mueve a nuestros dirigentes: la única (que yo conozca) ley que se ha promovido en los últimos tiempos en España a favor del ciudadano (y siendo un "a favor" muy muy relativo) ha sido la de los desahucios. ¿Motivo que la provocó? La violencia.
Sí, la violencia de unos ciudadanos contra sí mismos. Mientras las noticias traían "sólo" dramas, lágrimas y maldiciones, los dirigentes no movieron un pelo. Las asociaciones ciudadanas, las agrupaciones locales, los partidos minoritarios, las recogidas de firmas... todo chocaba contra la sordera o la indiferencia de quienes debían hacer política. Hasta que aparecieron los cadáveres y entonces, reaccionaron.
Falló la política, funcionó la violencia. Y así ocurre siempre con los malos dirigentes: que necesitan muertos sobre la mesa para despertar de su letargo. O de su altanería. Y si queréis otro ejemplo, mencionemos tan sólo lo ocurrido en el Madrid Arena. Con cinco niñas en sus tumbas, ahora se tomarán en serio las medidas de seguridad. De nuevo la violencia ocupando el hueco de los malos dirigentes. Podríamos hablar también de los partidos políticos que, en diferentes países europeos, están recogiendo el malestar de la gente con consignas xenófobas y abiertamente violentas. Ocupan el hueco crecido a la sombra de la mala praxis de los políticos "profesionales".
El premio era a la Unión Europea, institución anterior y que (supongo) sobrevivirá a los mandatarios que ahora gobiernan. Quizá merecido, pero el premio se ha dado ahora y los que lo recogieron fueron esos mismos que están llevando a Europa a una situación propicia para que la violencia ahogue, ya lo está haciendo, la paz social. Los que recogían el galardón, ufanos y orondos, son los que están convirtiendo a Europa en un polvorín. Quizá sea su homenaje velado al creador de los premios.

PD : acabo de enterarme de una noticia que abunda en lo del motor económico de la sociedad. La justicia o la moralidad sufren un nuevo embate. El banco HSBC pagará 1500 millones para que no se investigue más su connivencia con el lavado de dinero procedente de actividades ilícitas ( tráfico de drogas, terrorismo islamista...). Las autoridades lo admiten para no desestabilizar una empresa tan poderosa. 
Cae tú, en cambio, en esa desgracia que es la droga y malvende un pico de heroína en la esquina de tu casa, y veremos dónde acabas.
Mundo de mierda.

martes, 4 de diciembre de 2012

Cenitas de Navidad

El año va plegando sus alas, presto para arrebujarse en el inexorable nido de la Historia (así, con mayúsculas). De perfil rapaz, promete dejarnos en garras de un sucesor no menos carroñero. El relevo tendrá lugar, como en anteriores ocasiones (y si Dios y los gobiernos quieren, como en todas las futuras), durante esas fechas marcadas a fuego en el calendario de los niños y los melancólicos (aunque por motivos diferentes, claro), y los demás subrayamos en rojo o en fluorescente según fobias o filias, ya que a nadie dejan indiferente: las navidades.
Con ellas llegan todas las tradiciones imaginables: las sociales, las indivuales, las monárquicas, las estacionales, las estúpidas, las divertidas, las frecuentes, las raras... Casi todo cabe en Navidad, mientras lo hayas hecho tres años seguidos. "Es la tradición, no se moleste usted, señor corredor negro, si le rocío con este spray hasta dejarlo ciego...". Una de esas costumbres tiene toda la pinta de ir a resentirse, como lo lleva haciendo desde que nos abrazó nuestra amiga la crisis. Se trata de las cenas temáticas, sean de empresa, amigos, grupo de baile o equipo de fútbol.
En efecto, el apretón económico (empezó siendo de cinturón, pero muchos lo notan ya en el cuello) deja escaso margen a los dispendios, lo cual casa especialmente mal con el espíritu de estas fechas. Con el espíritu actual y generalizado, me refiero. Imagino que Jesús tenía otros planes cuando decidió nacer ese día (ah, que ni siquiera nació el día 24, que es una adaptación de las saturnales romanas... Bueno, no nos desviemos del tema).
Las navidades han devenido odas al gasto, al consumo y a la ostentación, y en estos tiempos que corren, el tema se ha puesto muy malito para poder mantener ese ritmo de tarjeta (de crédito). Por eso tocará recortar (¡verbo de moda!) y nos conviene un repasito a la jerarquía de prioridades. Veamos:
- las cenas oficiales, nochebuena y nochevieja, parecen intocables;
- los regalos, sobre todo a los niños, menguarán pero no desaparecerán;
- la decoración ganará en sobriedad, pero no temáis: los árboles de luces y bolas, los papanoeles escalando y los belenes megakitsch volverán a regalaros los ojos.
¿De dónde recortar, entonces? De esas reuniones, claro (además eran pagadas por las empresas, y estas ya no regalan nada; algunas ni pagan los sueldos...) que llegaron a ser una especie de Tourmalet a superar, justo al inicio de las fiestas: comidas y cenas sucesivas poniendo a prueba la cartera y el estómago. Por no mencionar el encaje de bolillos infernal para cuadrar tanto compromiso. "No, yo ese día tengo la cena con mis antiguos compañeros de curro", "pues yo al siguiente como con las del cursillo de flauta travesera","pues para mí, imposible todo el finde, he quedado  de cena con los de spinning, para unas cañas con los del club de rol y para un brunch con las madres del bloque; pero sin niños,¿eh?"...
Así que seguramente al final salgamos ganando con este recorte. Bueno, como con todos; al fin y al cabo, son por nuestro bien, que estuvimos viviendo por encima de nuestras posibilidades y ya era hora que alguien se atreviera, no sólo a decírnoslo, sino a ponernos en nuestro sitio. ¡Ay, el populacho! Insurrecto pero entrañable populacho...
En cualquier caso estas cenas no desaparecerán, como nos demuestra este simpático vecino del barrio de Montecarmelo. Dispuesto a disfrutarla sin los agobios de diciembre, adelantó su juerga unos días. Pero al volver, un maquiavélico semáforo se interpuso en su camino y provocó la escena que estáis a punto de presenciar.


Mi casa es la de enfrente y yo lo veía desde el ángulo opuesto al del que grababa el vídeo, así que pude asistir a su huida por la calle para abajo, dejando al portero que le había ayudado a sacar el semáforo de debajo de su coche con cara de sorpresa y una ostentosa indignación. Unos minutos después llegó la policía, que sólo tuvo que seguir el rastro de aceite que la rotura de su imponente Mercedes había dejado por todo el camino. Está localizado (al menos por nosotros porque, además, es vecino de Casi y tenemos pruebas que le incriminan).


Esa es su plaza de aparcamiento. El coche no es el mismo porque el Mercedes debe estar en el taller. Por cafre. A ver si le vemos un día y le deseamos una feliz Navidad.

lunes, 26 de noviembre de 2012

Sandy

Había soñado con una isla exótica. La arena se extendía más allá del alcance de su mirada, una arena blanca y fina que estremecía las plantas de sus pies. El horizonte asomaba azul, limpio y, ante todo, tranquilo. Nada en él amenazaba el hechizo de la calma. Por primera vez en semanas sintió paz.
Anduvo a lo largo de la playa, alcanzando un pequeño roquedal. Desde su ápice intentó acotar la extensión de aquella isla, lo que los marinos conocen como bojar. Gracias a la magia de los sueños, su vista se elevó hasta abarcar todo el contorno: la isla tenía el tamaño aproximado de Manhattan. Al despertar recordaría con curiosidad este dato, pero en el sueño le pareció de lo más natural conocer la extensión de la isla neoyorquina y calcular así, a buen ojo, su relación con esta. Nueva York, la capital del mundo. ¿Y por qué no podría llegar a serlo algún día esta?
Llamarla por segunda vez "esta" le resultó incómodo. Evidentemente tendría que ponerle un nombre. Sin nombre las cosas o las personas no existen. Tendría que ser uno genial, armonioso, llamativo pero sin estridencias. Uno digno de la nueva capital del mundo. Cada vez le gustaba más aquella idea. ¿Y por qué no podría llegar a serlo algún día?
Decidió aparcar aquella decisión para más adelante. No había que precipitarse. Las prisas no son buenas consejeras. Por ahora se referiría a ella como isla de arena. No le satisfizo. El castellano tenía ciertas limitaciones. Probó en inglés con Sandy. Sonaba mucho mejor, no cabía duda. ¿Y si probaba con el suyo? Nunca mejoraría la tremenda sonoridad inglesa. Nada, se quedaría con Sandy. Sandy...
Sandy parecía despoblada. Al menos él no había reconocido ningún edificio desde las alturas. Volvió a elevar la vista, pero la arena le deslumbró hasta cegarle. Una nebulosa giratoria se adueñó de su cerebro. Temió marearse. Poco a poco recuperó el gobierno de sus sentidos y entonces surgieron los colores: el verde claro de los prados y el más oscuro de los árboles, el ocre de la tierra labrada, el naranja de los ladrillos, el negro de los pavimentos...
Sandy hervía en vida. Los animales convivían avenidos, grandes y pequeños, carnívoros y vegetarianos, domésticos y salvajes. Las plantas competían en belleza, regalando contrastes de color impensados hasta entonces. Los edificios se organizaban con el primor de un urbanismo tan modélico y humano, que un niño podría pasear solo por la ciudad sin correr el más mínimo peligro.
No había pobres, no había enfermos, no había injusticias ni delitos.
De repente, el cielo cambió por un techo de bellos artesonados y la levitación terminó sobre un sillón de respaldo acogedor y cómodos brazos. Allí recibía delegaciones extranjeras impacientes por su consejo: deseaban imitar su impecable sociedad en otras latitudes menos afortunadas. Él aconsejaba orgulloso, aunque callaba ciertos detalles, pues todo triunfador debe conservar el secreto de su éxito. Y más en su situación, odiado por sus enemigos, ahítos de envidia y deseosos de presenciar su descalabro.
Notó que el sueño le abandonaba, interrumpido por un chirriante sonido metálico. Él luchó por no despertar. No, al menos hasta que le pusiera nombre definitivo a su isla, a su creación, a su éxito. Sandy resultaba redondo, pero le tiraban las raíces. ¿Por qué no usar el nombre del único sitio capaz de remedar su sueño? Justo antes de despertar, la isla fue bautizada como Catalonia.
Se desperezó, un tanto resentido con el despertador, y acudió presto al periódico, gentilmente colocado boca abajo en la mesita de la cocina por su esposa. Mientras se servía un café, bastante peor que el de la isla (pensamiento extraño pues no recordaba haber tomado ninguno, pero no siempre se recuerdan íntegramente los sueños), leyó el artículo en la contraportada. Se quedó petrificado, pálido como la arena de su sueño. Y lo más terrible, ya incapaz de afrontar la portada y descubrir el resultado de las elecciones.     

martes, 20 de noviembre de 2012

Miliki

El domingo no fue un buen día para los Pepitos, ni para los Josés ni para las Susanitas. Tampoco lo fue para los Antonios, las Patricias, los Fernandos, las Saras o como narices te llames tú. El domingo no fue un buen día para nadie, porque murió Miliki y un hondo pesar nos invadió a todos.
Miliki ha tenido (aunque él ya no exista, en su nombre perdura la magia) una maravillosa cualidad: su mera mención suscita la alegría. Más allá de que te guste el circo o los payasos, al escuchar ese nombre numerosas canciones te asaltan la memoria. Canciones de infancia, sí, pero también de juventud y madurez, porque los padres de aquellos niños las cantaban con ellos y porque sus niños de treinta años las seguimos cantando. Canciones alegres, que invitan a ser cantadas en grupo, cuyas letras no reflexionan sobre el devenir del mundo, la economía global o las injusticias sociales, pero mejoran todas las anteriores porque provocan buen humor.
Resulta difícil encontrar programas bienhumorados en la televisión de hoy en día. Las noticias no lo son, los debates sólo consiguen crispar a los espectadores (al igual que Woody Allen deseaba invadir Polonia tras escuchar a Wagner, a mí me entran ganas de lanzar gatos al agua o de quemarlos al rojo vivo cuando oigo tertulianos pontificando de lo humano y lo divino), las películas y series abundan en conflictos, muertes y desolación e incluso mucha de la programación infantil, arrinconada en sus canales temáticos, está impregnada de tensión adulta. De ahí el tremendo valor de este hombre cuya vida estuvo dedicada a la felicidad. A fin de cuentas, ese es el objetivo del payaso (palabra usada demasiadas veces como arma arrojadiza y despectiva), tanto del que elige dicha profesión como del que la asume como modo de vida: intentar hacer un poquito más felices a los de alrededor.
Y el que no sepa a lo que me refiero, que escuche "El barquito de cáscara de nuez" , que, sin ser de su autoría, Miliki y sus hermanos popularizaron en España. Si después de oírla no te sientes con muchas más fuerzas para encarar tu día, eres un caso perdido.
Al enterarme de la noticia, no pude reprimir unas lágrimas. De esas que se deslizan por la mejilla de puntillas, sin apenas hacer ruido, para que no te enteres de que han salido. Pero rápidamente fueron sustituidas por la alegría, una alegría amarga quizá, pero alegría al fin y al cabo, cuando a las imágenes de sus últimas apariciones públicas (la mirada fija y ligeramente perdida, el rostro serio e inexpresivo del enfermo de Parkinson) sucedieron esas otras que le mostraban como siempre lo recordaremos: lleno de vitalidad, rodeado de niños y cantando canciones que forman parte de nuestra esencia.
Qué mejor final de entrada que acabar cantándolas en homenaje a Miliki, ese gran payaso que ha muerto, ese gran catalizador de alegría que pervivirá para siempre, y en homenaje a ti mismo y al niño que, aunque sólo sea un ratito, ha vuelto a vibrar en tu interior, acompañando al mosquito en su aventura.


PD : como he señalado, estas canciones multiplican su valor al cantarlas en compañía. Por eso la versión que he elegido es la de Miliki con su hijo Emilio y con Miguel Bosé. Y va dedicada para una personita que hoy cumple años gracias, en parte, a que su mamá escuchaba esta canción los días que necesitaba fuerzas para luchar.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Chiste para la huelga

Para aderezar la jornada de huelga, os dejo con un chistecito que me hizo mucha gracia. Y por cierto, a estas horas de la mañana ( las 8:30 ) ya vivimos dos realidades diametralmente opuestas : para El País la huelga ha paralizado España, para Libertad Digital ha sido un rotundo fracaso. Sí, amigos míos, hablamos del mismo trocito de mundo.

El chiste:
- Hoy, al salir del trabajo, he visto un unicornio.
- ¡No jodas! ¡Tienes trabajo!

Buen día, hagáis lo que hagáis.

martes, 6 de noviembre de 2012

La noche de los muertos vivientes

¿Cabe mayor sarcasmo macabro que una fiesta de los muertos vivientes donde acaben muertos varios de los vivientes? Habrá quien me tache de frívolo por bromear con un hecho luctuoso de esta naturaleza, aunque nada más lejos de mi intención. O sí, qué diablos. Al fin y al cabo me voy a servir de la macrofiesta y sus investigaciones posteriores para ilustrar la diversidad de la percepción humana.
En el recinto del Madrid Arena la organización estaba dispuesta para recibir a unas diez mil personas. Muchas, desde luego. En este tipo de eventos, las autoridades exigen unas dotaciones proporcionales de seguridad, emergencias y asistencia variada, sin la cual no tramitan el preceptivo permiso. Aquí se añade el agravante de que el recinto pertenece a la propia administración, quien debe asegurarse de que se cumple su propia normativa en temas de seguridad (como parece que no ocurría).
Después del trágico suceso, los asistentes preguntados decían que allí había mucha más gente de diez mil, que habían vendido entradas de más, que se habían colado muchos... No tengo ni idea de qué dicen ahora las investigaciones (o más bien las filtraciones de esas investigaciones que publique la prensa) ni tampoco me interesa. El morbo no me resulta atractivo y espero que, cuando se depuren responsabilidades (depurar... de puro manida esa frase es odiosa), si ha habido errores se pague por ellos sean quienes sean los infractores.
Mis tiros van por otro lado. ¿Cuántos son diez mil? ¿Cuánto ocupan diez mil? Depende de lo apretados que estén, claro. Aún así, ¿tenemos una referencia espacial con la que cuantificar gente? No lo creo. De hecho según nuestra percepción y el motivo que nos una (o nos desuna) a una masa de personas, nos forjamos una cifra u otra.
Alguno de los que salían de aquel infierno decía que allí había por lo menos veinte mil asistentes. Lógico, había pasado tanto miedo que diez mil se le hacían pocos. Sin embargo, la medida de cerrar el metro a la medianoche afectará a veinticuatro mil viajeros (según datos de la propia Consejería de Transportes de la Comunidad de Madrid), considerada una cifra residual.
Estoy mezclando churras con merinas, lo sé, pero sólo quiero incidir en lo variables que son las cifras según la percepción de cada cual. Un par de imágenes más: cuando un equipo de fútbol modesto sube a primera, suele invadirse el terreno de juego por una parte de los aficionados (que no son todos los que ocupaban las gradas). Pongamos una media de diez mil espectadores y que bajen al campo tres mil (en las imágenes raras veces se ve el césped tras la invasión), ¿no son muchos menos que los que estarían en el Madrid Arena y sin embargo las medidas de un campo de fútbol exceden a las de este recinto? En la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de Pekín, hubo dos mil tamborileros con sus respectivos tambores atronando en una imagen que seguramente recordéis. Y el estadio era inmenso.
El ejemplo más tradicional de esto que cuento son las manifestaciones, donde la diferencia entre las cifras de los convocantes y las de las autoridades suelen ser llamativas. Bueno, llamativas cuando difieren en veinte mil asistentes, cuando unos dicen que han ido cincuenta mil y los otros millón y medio... Diferencia de percepciones, vamos.
Pero mi objetivo real es llamar la atención sobre el siguiente hecho:
- hemos dicho que para una fiesta donde iba a haber alcohol y drogas (¿alguien cree en serio que no las hubo?) y diez mil personas enfervorecidas, las medidas de seguridad requeridas eran X ( no me las sé y tampoco quiero buscarlas); según los periódicos, había 38 vigilantes privados y 12 policias municipales.
- en la primera manifestación del 25-S "toma el congreso", cuya participación fue cifrada por el propio gobierno en seis mil personas y no se suponía a priori que hubiera ninguna sustancia estupefaciente involucrada (ni se hizo mención posterior alguna, salvo si consideramos sustancia la indignación, claro), las dotaciones de antidisturbios fueron cuantiosas (en Público se hablaba de 1350; me bastan la mitad para dar colorido a mi texto). Pero claro, aquellos querían dar un golpe de estado.
- en la segunda manifestación del 27-O y ya con el nombre de "rodea el congreso", cuya participación fue cifrada por el gobierno en 3000 personas (y tampoco había indicio previo de sustancias euforizantes, salvo, claro está, los ínclitos y desabridos megáfonos), las dotaciones de antidisturbios superaban el millar. Aquí ya no había golpe de estado ni leches.
Luego algo me falla. O bien en esas manifestaciones se han pasado con la seguridad, o bien se exigen pocas medidas en cualquier otro tipo de evento multitudinario, por lo que lo ocurrido en la noche de Halloween podría repetirse en cualquier momento. Y hablaría bien a las claras del auténtico celo que en nuestra seguridad ponen quienes tienen que velar por ella. Porque recuerdo (a quien quiera recordar) que uno de los argumentos más esgrimidos para condicionar la participación de la opinión pública en esas manifestaciones es el excesivo gasto que supone para las arcas del estado la movilización de tanto policía. Y en esto no mienten: cuando no se trata de su propia seguridad, les basta con cincuenta seguratas (los municipales, en ocasiones y por desgracia, se comportan como tales).
Claro que también puede ser que yo, embriagado por mi chistecito del principio, haya utilizado la palabra percepción en vez de interés, que resultaría mucho más esclarecedora.

viernes, 26 de octubre de 2012

Maranosequién

La actualidad es un caballo desbocado, que no descansa ni abreva. Por eso esta entrada (que fue escrita para la semana pasada pero cambié por la de Sádaba, habida cuenta del vínculo emocional que me unía a la localidad aragonesa) ahora parece desfasada.  Y más con una semana de noticias inspiradoras como la de los trasplantes de almas de Mariló, las críticas a Marías por su rechazo al Premio Nacional de Narrativa o la controversia por la donación de Amancio Ortega. Pero no tengo tiempo para tanto, así que retomo aquella entrada y me aparto, no sea que el caballo me atropelle (por me aparto se entiende que me voy a San Frutos, claro).

Esta semana pasada fue otorgado el premio Planeta. Y como es tradicional, la polémica ha envuelto el acto. Pero vayamos por partes, que hay mucha tela que cortar.
Lo primero, nobleza obliga, felicitar al ganador: Lorenzo Silva. Conocí al señor Silva en la última Feria del Libro de Madrid. Me dedicó diez minutos de su tiempo (o yo lo acaparé; habría que preguntar al protagonista) durante los que fue amable, cercano y bastante cómplice. Supongo que es lo mínimo que se le pide a alguien que vive de sus lectores, pero no siempre es la norma. También entiendo que el año que viene su cola se multiplicará (la de público interesado en conseguir su dedicatoria; la otra no lo sé, aunque ganar este premio debe ser lo más cercano a levantarte una mañana, mirar hacia abajo y contártela en palmos...) y quizá ya no disponga de diez minutos para todos. Un poco lo que ocurre con los médicos decentes de la seguridad social, que el volumen de pacientes atraídos por las buenas prácticas del galeno acaba recortando el tiempo empleado en cada caso. El año que viene lo sabremos.
Me gustan los libros de Lorenzo Silva. Su literatura me resulta entretenida, bien llevada y con recursos estilísticos de mi agrado. No voy a ahondar más porque no soy crítico ni lo pretendo, pero animo a quien no haya leído nada suyo a que le dé una oportunidad. Acabas cogiendo cariño a Vila y enamorándote un poquito de Chamorro.
La polémica no viene por ahí (aunque se haya sugerido al autor si fue un encargo, habida cuenta de que la novela premiada es la séptima entrega de la saga y se presentó con seudónimo; él lo niega, por supuesto, aunque en su caso llovería sobre mojado porque ya ganó el premio Nadal con la segunda novela de los guardias civiles).
Tampoco por el hecho de que se hayan juntado el ministro de Educación y el presidente de la Generalitat (Generalidad para los que estén sensibles con el asunto), en estos tiempos convulsos de independencia y españolización, tan entretenidos para las tertulias, que así pueden dejar de hablar por un rato de los recortes bárbaros de ambos gobiernos (el de España y Cataluña) en asuntos vitales como la sanidad o la propia educación. Ambos hicieron su papel: se acercaron cuando tenían que acercarse y se ignoraron cuando debían hacerlo. Más triste es que la fotografía del día siguiente sea esa y no la del ganador, pero así funciona este mundo (de mierda).
La polémica vino a raíz de la finalista, Mara Torres (a ella ni la conozco ni la he leído, lo siento). O más bien por el uso que de su nombre hizo otro personaje peculiar donde los haya, Lucía Etxebarría. En efecto, la escritora ninguneó a la otra escritora, escribiendo en twitter "Gana el planeta Lorenzo Silva. Finalista Mara nosequien de TVE". Le llovieron palos y rectificó "Lorenzo Silva ganador Mara Torres finalista". Y además se disculpó en el twitter de Mara Torres (unas horas más tarde) "Felicidades y LO SIENTO de verdad. Ayer, como viste, estaba medio dormida. Metedura de pata muy gorda. Felicidades de nuevo".
Lucía Etxebarría. Encanto de mujer. Tampoco la conozco ni la he leído (ella, como Silva, ha ganado los tres premios gordos de la editorial Planeta: el Primavera, el Nadal y el Planeta) y reconozco que debería, para poder criticarla (literariamente) con conocimiento de causa. Pero me da una pereza comparable a hacerme una depilación de ingles a la brasileña. Lo que sí hice (mientras duró la aventura) fue leer sus columnas en el extinto periódico gratuito ADN. Y como en los toros, con división de opiniones: a veces compartía su criterio y otras veces no, pero siempre tuve la sensación de que se metía en los fregaos (de los que luego procuraba escapar como víctima) a conciencia.
Este último incidente (¿da para llamarlo así?) viene a corroborar su afán de protagonismo. Y su absoluta mezquindad por pretender apoderarse del tiempo de gloria de sus colegas (del que ella en su momento ya disfrutó) consiguiendo reaparecer en la escena pública, por motivos distintos, eso sí, a su talento. Mucho más patética que su salida de tono me parece la excusa para justificarla: "estaba medio dormida".
Aquí entronco con el verdadero motivo de la entrada, pues este episodio parece cosa de poco (aunque ¿cuál no lo es ?). Con los nuevos medios a nuestro alcance, que nos permiten comunicarnos y comunicar nuestros pensamientos al instante, cualquiera considera necesario compartir sus impresiones.
Y me voy a meter en un jardín, en honor a la señora Etxebarría : tanto twitter, tuenti, facebook y demás, han llenado el mundo (virtual) de opiniones que no aportan nada, comentarios sin substancia e intervenciones a las que parecen sentirse obligados muchos personajes (anónimos y populares) que sólo llenan de ruido el ambiente.
Ruido y coces, pues lejos de argumentar y multiplicar las perspectivas, en muchos casos sólo insultan al que piensa distinto y rebuznan consignas estereotipadas, convirtiendo cualquier diálogo en un auténtico Atapuerca: no por lo primario de las reacciones (que también podría aplicarse) sino porque tienes que excavar y excavar para encontrar algún dato de interés. Lo cual provoca el cansancio y consiguiente abandono del lector. ¿Resultado? Se revientan los hilos, se diluyen las ideas, huyen quienes tienen algo que aportar,aumenta el ruido.
Libertad de expresión, lo llaman; democratización de la información, sugieren. Pues vale, pero el derecho a expresarte no te obliga a hacerlo (sobre todo si no tienes absolutamente nada que aportar) y tampoco la información tiene el mismo valor, según de dónde provenga o quién la proporcione. Otro caramelo con el que nos han engatusado.
Así pues, señora Etxebarría, suponiendo (que ya es mucho suponer) que fuera cierto lo de su letargo, el mundo bien hubiera podido pasar sin su tweet, como puede pasar sin los de tantos otros. "¿Qué sería de nuestro mundo si nadie hablase salvo cuando tuviera algo interesante que decir?", me puede echar alguno en cara. Y aquí, mi jardín: me encantaría conocerlo.
Pero no caerá esa breva. Siempre habrá alguien (incluso desde un blog) empeñado en dejar constancia de su prescindible necedad.

viernes, 19 de octubre de 2012

Sádaba

Tenía preparada otra entrada para hoy, pero las imágenes de la tremenda riada en Sádaba me han conturbado tanto que, como los buenos noticieros, me pliego a la actualidad.
Sádaba es la patria chica de una persona a la que guardo un cariño especial. Fui invitado a visitar el pueblo en numerosas ocasiones, pero por unos motivos u otros nunca llegué a ir. Años después, sin apenas ya contacto, un regalo de boda me llevó hasta las Cinco Villas (comarca zaragozana a la que pertenece Sádaba, junto con Ejea de los Caballeros, Tauste, Uncastillo y Sos del Rey Católico) y así pude conocer la localidad. Casualidades de la vida, en ese viaje nos encontramos a su hermana, pero no en Sádaba, donde hubiera resultado más esperable, sino en Sos del Rey Católico (como indica su nombre, allí nació el rey Fernando).
De Sádaba visitamos su castillo, su iglesia, el mausoleo de los Atilios y anduvimos a la vera del ancho canal por el que culebreaba el río Riguel, un reguerillo de agua al que la denominación de río sonaba excesiva. Y eso que estábamos en noviembre.
Por ese recuerdo de un cauce prácticamente seco, impresionan aún más las imágenes de la riada:

 Da la casualidad de que, además, ese río y ese cauce ahora desbordados, formaban parte del escenario de un relato que le dediqué a aquella chica. Entonces no existía google maps ni el uso de internet estaba tan generalizado (ese relato fue escrito hace tanto tiempo que, de haber cobrado por él, hubiera sido en pesetas), por lo que la documentación bebía de fuentes intrincadas o, directamente, de la imaginación.
Como homenaje al pueblo de Sádaba en estas horas angustiosas, reproduzco el cuento, tal cual lo escribí entonces (no he cambiado ni una coma). Como homenaje y porque, a la vista de lo ocurrido hoy, su lectura me resulta singular.
¡Qué diablos! En realidad he sucumbido a la nostalgia. Si, por un casual (ya han ocurrido más) lo leyera ella, espero que le traiga buenos recuerdos.
Un beso, Cris:


El Altar de los Moros



Claudia se echa la capucha sobre la cabeza y sale sigilosa por la puerta de la villa. Las sombras de la noche la abrazan al tiempo que devuelve la cancilla a su sitio. La luna, una débil línea blanquecina acechada por estrellas parpadeantes, apenas ilumina para no tropezar con sus propios pies. De cualquier manera, conoce el camino a la perfección.
Palpa el final de la tapia ; a lo lejos se oye el murmullo del agua, todavía muy atenuado por la loma que separa la villa del río. Los grillos callan a su paso, retomando sus canciones amorosas al sentir que Claudia ya no representa un peligro.
La joven avanza por el camino. Sabe que no le queda mucho tiempo. Debe actuar con rapidez y precisión, ya que quizá esta sea la última noche.
Llega a lo alto de la loma y discierne más con la certeza de lo bien conocido que con la vista el contorno de la orilla. Se frena entonces y, volviéndose, inspecciona la villa. No se distingue ninguna luz.
Comienza a descender hacia el río.

La última vez que fui al pueblo era diciembre. Hacía bastante frío, pero casi lo prefería puesto que así podíamos encender la chimenea sin que mi padre pusiera excusas de su futilidad. En realidad no le gusta porque teme que prendamos fuego a la casa.
Mas aquellas navidades era necesario cualquier elemento capaz de suministrar calor. Cuando hace tanto frío las calles del pueblo aparecen desiertas, como si hubiera caído una bomba que sólo hubiera acabado con los seres vivos, de tal suerte que no vimos a nadie conocido desde el coche.
Una vez en casa deshice mi maleta y fui a la habitación de mi hermana. Me la encontré tumbada en la cama, con la mirada perdida y las manos bajo la cabeza. Por lo menos no estaba llorando sobre la almohada, como en los últimos días. No me había querido contar la razón, pero no necesitaba ser muy avispada para darme cuenta de que algo iba mal entre ella y su novio. Muy mal diría yo.
- ¿ No me lo vas a contar ?
Debí pillarla con las defensas bajas porque respondió casi sin pensar.
- Me ha dejado.
Tragué saliva y le pregunté las razones. Negó con la cabeza y se dio la vuelta.¡ Oh, no ! Otra vez a llorar. La agarré de un brazo y tiré de ella. Debía salir y no quedarse allí amargada. Me costó Dios y ayuda convencerla pero logré que nos acercáramos al bar. En el trayecto me fijé en el castillo porque nunca lo había visto tan bello, con sus nueve torres jalonando el horizonte.
Mi hermana miraba hacia el suelo y a punto estuvo en un par de ocasiones de chocar con una señal. Se me ocurrió que quizá el río estuviera helado y eso la animaría. De pequeña le gustaba patinar y siempre insistía en ir a una pista de hielo.
Giramos en la siguiente calle y nos dirigimos hacia el Riguel. No solía llevar mucha agua habitualmente pero ese invierno había llovido bastante más de lo normal.
Tras cinco minutos de conversación escasa ( no conseguía sacarle más que monosílabos ) llegamos al puente. El río no estaba helado pero sí tenía un caudal abundante. Mi hermana se apoyó en la barandilla y perdió la mirada entre las aguas. Yo bajé hasta la orilla y mojé las manos en un remanso. Estaba realmente fría.
Mi hermana, de improviso, se dirigió a la otra orilla y recogió algo del cauce. Para ello tuvo que meter la pierna hasta la rodilla, por lo que supuse que sería de mucho valor. Sin embargo, al llegar junto a ella, lo había guardado en un bolsillo y se negó a mostrármelo.. Por más que le imploré no conseguí que tan siquiera me dijera de qué se trataba. Al final, totalmente indignada, me fui al pueblo para ver a mis amigas, dejándola allí con sus comeduras de cabeza y sus reacciones de niña malcriada.

Claudia alcanza la orilla del río. No lleva mucha agua y es más seguro atravesarlo por estos pagos, al abrigo de miradas imprevistas, que por el puente de la calzada.
Tantea con los pies para hallar la piedra más segura. Entonces avanza sobre ella y busca otra semejante, hasta cruzar por completo... ¡ cuidado ! En la última tropieza y cae de bruces sobre el agua. No cubre más allá de un palmo, pero su temperatura hace que Claudia se incorpore de manera fulgurante.
Una vez en el otro lado se seca las piernas con la túnica. Espera no haber gritado, aunque no puede dar fe de ello. Se palpa la pierna izquierda para constatar que la tiene un poco hinchada.
Renqueando pero decidida, se acerca a la tapia que, como de un sueño, surge a los pocos metros del río.
Al llegar a ella respira profundamente.

No vino en toda la tarde. La vimos a lo lejos, en su bicicleta, yéndose hacia la carretera. Luego nos enteramos por su hermana de que había estado en Clarina. ¿ Qué habría ido a hacer a aquel montón de ruinas ? Nunca le habían interesado especialmente por lo que supusimos que habría quedado con alguien allí.
Esa noche, a la cena, estaba muy excitada. Nos extrañó porque en el trayecto hasta el pueblo se había mostrado algo deprimida, suponíamos que por el suspenso en el carnet de conducir, y aquel cambio sorprendía sobremanera. Le preguntamos si había tomado algo, pero nuestra hija se salió por la tangente.
No es que no nos fiáramos de ella, bien sabe Dios que es una chica muy responsable, pero los jóvenes de ahora cambian de la noche a la mañana de humor con una facilidad pasmosa.
Nos dijo que se iba a dar una vuelta y cuando su hermana se ofreció para acompañarla le respondió que no era necesario. Salió tal cual, sin arreglarse lo más mínimo. Al momento volvió y entró en su habitación. Volvió a salir con un abrigo más tupido y los bolsillos repletos. Ante nuestra mirada interrogante elevó los hombros y alegó “el tremendo frío de los aires pirenaicos”.
Esta vez se dirigió al corral y, supusimos por el ruido de la cadena, cogió la bicicleta. Antes de que pudiéramos recomendarle que no la usara con este frío y tan de noche había cerrado la puerta y bajaba por la calle pedaleando vigorosamente.
Nos quedamos ciertamente preocupados.

Cuando ha recuperado el resuello, Claudia se remanga la túnica y se impulsa para saltar la tapia. Con un pequeño esfuerzo se encarama y consigue llegar al otro lado. Se oye el ladrido de un perro.
Claudia se pega a la tapia y comienza a andar buscando el camino principal. El perro aumenta el vigor de sus ladridos, pero eso no amilana a la muchacha. Sabe que está atado.
Ya reconoce el edificio. Le queda muy poco tiempo. Oye relinchar a un caballo en la lejanía. El cielo se va aclarando paulatinamente aunque la oscuridad todavía campea en la madrugada.
Claudia echa a correr, tropezando con el bajo de la túnica. Llega a la puerta y saca la llave hábilmente sustraída del arcón de Publio Atilio. Los nervios no la dejan atinar con la cerradura ; múltiples cascos rasgan el silencio.
 Por fin la llave se introduce en el ojo : una vuelta, dos vueltas, tres vueltas... la puerta cede. Claudia empuja y los goznes chirrían dando paso a una sala donde dos antorchas iluminan un altar. Sobre esa ara descansa el cuerpo de un hombre.
Fuera del edificio se oye el golpe de la cancilla contra el muro ; una voz grave se dirige a otra persona y unos pasos apresurados se acercan a la entrada.
Claudia se aproxima al hombre. Le palpa los labios, las mejillas, los párpados, mientras sus ojos se humedecen. “¡ Oh, amor mi !” susurra al agarrarle la mano inerte.
Los hombres llegan a la puerta y la cruzan en el instante en que Claudia ha colocado un anillo en el dedo corazón de su amado y busca frenéticamente entre su ropa el segundo pendiente...

Mientras mis piernas impulsaban la bicicleta iba pensando qué era lo que me proponía. No lo sabía a ciencia cierta, pero una fuerza superior me ordenaba que llegara cuanto antes al Altar de los Moros. Al doblar aquel recodo del camino y surgir el mausoleo ante mis ojos me recorrió un escalofrío por la espalda.
Dejé la bicicleta amarrada en un árbol y con paso decidido llegué hasta aquel hueco en la tapia que tantas veces habíamos cruzado jugando de pequeños. Afortunadamente no había crecido tanto como para no caber por él y, tras arrastrarme un par de metros, el mausoleo se abrió a mí en todo el esplendor de que le dotaba la enorme luna llena que engalanaba aquella madrugada el firmamento.
Entre las ruinas que el tiempo había dejado avancé hasta entrar en la sala principal. Un hueco en el techo iluminaba el altar de forma sobrenatural y supe entonces que aquella noche era la más importante en la historia de mi vida. Me acordé entonces de mi familia, de mis amigos, de aquel novio que me había dejado...
Me acerqué al altar. Saqué de mi bolsillo el pendiente que había encontrado en el río aquella mañana, la joya que me había impulsado desde entonces adueñándose de mi voluntad a recorrer mi pasado y, quién sabe si también, mi futuro.
Coloqué el pendiente sobre el altar y un grito agudísimo paralizó mi respiración.
Claudia se desespera mientras aquellos dos hombres se acercan a ella amenazándola. No va a poder cumplir su promesa por aquel maldito resbalón en el río. Se coloca el único pendiente en su oreja derecha y, tras besar en los gélidos labios a su amado, sustrae de la funda que descansa sobre la superficie del altar la daga con la que, ante las exclamaciones desesperadas de los hombres que se abalanzan sobre ella, se atraviesa el corazón.

Aquella mañana, soleada y brillante, Sádaba se levantó con una tremenda nevada que sorprendió a los vecinos más madrugadores, los cuales recordaban que la noche anterior ninguna nube ocultaba las estrellas.
Los árboles se estremecían de frío bajo las espesas capas de nieve que soportaban sus ramas y los tejados mezclaban el naranja de las tejas con aquel blanco casi violento.
Sólo el Altar de los Moros apareció cubierto con una especie de pintura roja que, tras analizarla detenidamente, las autoridades dieron en afirmar que era sangre.
Nadie en el pueblo supo explicar aquel hecho y surgieron versiones por toda la comarca de las Cinco Villas. Cristina, sin embargo, se calló su opinión y tampoco quiso aclarar el motivo de aquel segundo pendiente que había aparecido en su oreja izquierda y que acariciaba con pasión.