Tenía preparada otra entrada para hoy, pero las imágenes de la tremenda riada en Sádaba me han conturbado tanto que, como los buenos noticieros, me pliego a la actualidad.
Sádaba es la patria chica de una persona a la que guardo un cariño especial. Fui invitado a visitar el pueblo en numerosas ocasiones, pero por unos motivos u otros nunca llegué a ir. Años después, sin apenas ya contacto, un regalo de boda me llevó hasta las Cinco Villas (comarca zaragozana a la que pertenece Sádaba, junto con Ejea de los Caballeros, Tauste, Uncastillo y Sos del Rey Católico) y así pude conocer la localidad. Casualidades de la vida, en ese viaje nos encontramos a su hermana, pero no en Sádaba, donde hubiera resultado más esperable, sino en Sos del Rey Católico (como indica su nombre, allí nació el rey Fernando).
De Sádaba visitamos su castillo, su iglesia, el mausoleo de los Atilios y anduvimos a la vera del ancho canal por el que culebreaba el río Riguel, un reguerillo de agua al que la denominación de río sonaba excesiva. Y eso que estábamos en noviembre.
Por ese recuerdo de un cauce prácticamente seco, impresionan aún más las imágenes de la riada:
Da la casualidad de que, además, ese río y ese cauce ahora desbordados, formaban parte del escenario de un relato que le dediqué a aquella chica. Entonces no existía google maps ni el uso de internet estaba tan generalizado (ese relato fue escrito hace tanto tiempo que, de haber cobrado por él, hubiera sido en pesetas), por lo que la documentación bebía de fuentes intrincadas o, directamente, de la imaginación.
Como homenaje al pueblo de Sádaba en estas horas angustiosas, reproduzco el cuento, tal cual lo escribí entonces (no he cambiado ni una coma). Como homenaje y porque, a la vista de lo ocurrido hoy, su lectura me resulta singular.
¡Qué diablos! En realidad he sucumbido a la nostalgia. Si, por un casual (ya han ocurrido más) lo leyera ella, espero que le traiga buenos recuerdos.
Un beso, Cris:
El Altar de los
Moros
Claudia
se echa la capucha sobre la cabeza y sale sigilosa por la puerta de la villa.
Las sombras de la noche la abrazan al tiempo que devuelve la cancilla a su
sitio. La luna, una débil línea blanquecina acechada por estrellas parpadeantes,
apenas ilumina para no tropezar con sus propios pies. De cualquier manera,
conoce el camino a la perfección.
Palpa
el final de la tapia ; a lo lejos se oye el murmullo del agua, todavía muy
atenuado por la loma que separa la villa del río. Los grillos callan a su paso,
retomando sus canciones amorosas al sentir que Claudia ya no representa un
peligro.
La
joven avanza por el camino. Sabe que no le queda mucho tiempo. Debe actuar con
rapidez y precisión, ya que quizá esta sea la última noche.
Llega
a lo alto de la loma y discierne más con la certeza de lo bien conocido que con
la vista el contorno de la orilla. Se frena entonces y, volviéndose,
inspecciona la villa. No se distingue ninguna luz.
Comienza
a descender hacia el río.
La
última vez que fui al pueblo era diciembre. Hacía bastante frío, pero casi lo
prefería puesto que así podíamos encender la chimenea sin que mi padre pusiera
excusas de su futilidad. En realidad no le gusta porque teme que prendamos
fuego a la casa.
Mas
aquellas navidades era necesario cualquier elemento capaz de suministrar calor.
Cuando hace tanto frío las calles del pueblo aparecen desiertas, como si
hubiera caído una bomba que sólo hubiera acabado con los seres vivos, de tal
suerte que no vimos a nadie conocido desde el coche.
Una
vez en casa deshice mi maleta y fui a la habitación de mi hermana. Me la
encontré tumbada en la cama, con la mirada perdida y las manos bajo la cabeza.
Por lo menos no estaba llorando sobre la almohada, como en los últimos días. No
me había querido contar la razón, pero no necesitaba ser muy avispada para
darme cuenta de que algo iba mal entre ella y su novio. Muy mal diría yo.
-
¿ No me lo vas a contar ?
Debí
pillarla con las defensas bajas porque respondió casi sin pensar.
-
Me ha dejado.
Tragué
saliva y le pregunté las razones. Negó con la cabeza y se dio la vuelta.¡ Oh,
no ! Otra vez a llorar. La agarré de un brazo y tiré de ella. Debía salir
y no quedarse allí amargada. Me costó Dios y ayuda convencerla pero logré que
nos acercáramos al bar. En el trayecto me fijé en el castillo porque nunca lo
había visto tan bello, con sus nueve torres jalonando el horizonte.
Mi
hermana miraba hacia el suelo y a punto estuvo en un par de ocasiones de chocar
con una señal. Se me ocurrió que quizá el río estuviera helado y eso la
animaría. De pequeña le gustaba patinar y siempre insistía en ir a una pista de
hielo.
Giramos
en la siguiente calle y nos dirigimos hacia el Riguel. No solía llevar mucha
agua habitualmente pero ese invierno había llovido bastante más de lo normal.
Tras
cinco minutos de conversación escasa ( no conseguía sacarle más que monosílabos
) llegamos al puente. El río no estaba helado pero sí tenía un caudal
abundante. Mi hermana se apoyó en la barandilla y perdió la mirada entre las
aguas. Yo bajé hasta la orilla y mojé las manos en un remanso. Estaba realmente
fría.
Mi
hermana, de improviso, se dirigió a la otra orilla y recogió algo del cauce.
Para ello tuvo que meter la pierna hasta la rodilla, por lo que supuse que
sería de mucho valor. Sin embargo, al llegar junto a ella, lo había guardado en
un bolsillo y se negó a mostrármelo.. Por más que le imploré no conseguí que
tan siquiera me dijera de qué se trataba. Al final, totalmente indignada, me
fui al pueblo para ver a mis amigas, dejándola allí con sus comeduras de cabeza
y sus reacciones de niña malcriada.
Claudia
alcanza la orilla del río. No lleva mucha agua y es más seguro atravesarlo por
estos pagos, al abrigo de miradas imprevistas, que por el puente de la calzada.
Tantea
con los pies para hallar la piedra más segura. Entonces avanza sobre ella y
busca otra semejante, hasta cruzar por completo... ¡ cuidado ! En la
última tropieza y cae de bruces sobre el agua. No cubre más allá de un palmo,
pero su temperatura hace que Claudia se incorpore de manera fulgurante.
Una
vez en el otro lado se seca las piernas con la túnica. Espera no haber gritado,
aunque no puede dar fe de ello. Se palpa la pierna izquierda para constatar que
la tiene un poco hinchada.
Renqueando
pero decidida, se acerca a la tapia que, como de un sueño, surge a los pocos
metros del río.
Al
llegar a ella respira profundamente.
No
vino en toda la tarde. La vimos a lo lejos, en su bicicleta, yéndose hacia la
carretera. Luego nos enteramos por su hermana de que había estado en Clarina. ¿
Qué habría ido a hacer a aquel montón de ruinas ? Nunca le habían
interesado especialmente por lo que supusimos que habría quedado con alguien
allí.
Esa
noche, a la cena, estaba muy excitada. Nos extrañó porque en el trayecto hasta
el pueblo se había mostrado algo deprimida, suponíamos que por el suspenso en
el carnet de conducir, y aquel cambio sorprendía sobremanera. Le preguntamos si
había tomado algo, pero nuestra hija se salió por la tangente.
No
es que no nos fiáramos de ella, bien sabe Dios que es una chica muy
responsable, pero los jóvenes de ahora cambian de la noche a la mañana de humor
con una facilidad pasmosa.
Nos
dijo que se iba a dar una vuelta y cuando su hermana se ofreció para
acompañarla le respondió que no era necesario. Salió tal cual, sin arreglarse
lo más mínimo. Al momento volvió y entró en su habitación. Volvió a salir con
un abrigo más tupido y los bolsillos repletos. Ante nuestra mirada interrogante
elevó los hombros y alegó “el tremendo frío de los aires pirenaicos”.
Esta
vez se dirigió al corral y, supusimos por el ruido de la cadena, cogió la
bicicleta. Antes de que pudiéramos recomendarle que no la usara con este frío y
tan de noche había cerrado la puerta y bajaba por la calle pedaleando
vigorosamente.
Nos
quedamos ciertamente preocupados.
Cuando
ha recuperado el resuello, Claudia se remanga la túnica y se impulsa para
saltar la tapia. Con un pequeño esfuerzo se encarama y consigue llegar al otro
lado. Se oye el ladrido de un perro.
Claudia
se pega a la tapia y comienza a andar buscando el camino principal. El perro
aumenta el vigor de sus ladridos, pero eso no amilana a la muchacha. Sabe que
está atado.
Ya
reconoce el edificio. Le queda muy poco tiempo. Oye relinchar a un caballo en
la lejanía. El cielo se va aclarando paulatinamente aunque la oscuridad todavía
campea en la madrugada.
Claudia
echa a correr, tropezando con el bajo de la túnica. Llega a la puerta y saca la
llave hábilmente sustraída del arcón de Publio Atilio. Los nervios no la dejan
atinar con la cerradura ; múltiples cascos rasgan el silencio.
Por fin la llave se introduce en el ojo :
una vuelta, dos vueltas, tres vueltas... la puerta cede. Claudia empuja y los
goznes chirrían dando paso a una sala donde dos antorchas iluminan un altar.
Sobre esa ara descansa el cuerpo de un hombre.
Fuera
del edificio se oye el golpe de la cancilla contra el muro ; una voz grave
se dirige a otra persona y unos pasos apresurados se acercan a la entrada.
Claudia
se aproxima al hombre. Le palpa los labios, las mejillas, los párpados,
mientras sus ojos se humedecen. “¡ Oh, amor mi !” susurra al agarrarle la
mano inerte.
Los
hombres llegan a la puerta y la cruzan en el instante en que Claudia ha
colocado un anillo en el dedo corazón de su amado y busca frenéticamente entre
su ropa el segundo pendiente...
Mientras
mis piernas impulsaban la bicicleta iba pensando qué era lo que me proponía. No
lo sabía a ciencia cierta, pero una fuerza superior me ordenaba que llegara
cuanto antes al Altar de los Moros. Al doblar aquel recodo del camino y surgir
el mausoleo ante mis ojos me recorrió un escalofrío por la espalda.
Dejé
la bicicleta amarrada en un árbol y con paso decidido llegué hasta aquel hueco
en la tapia que tantas veces habíamos cruzado jugando de pequeños.
Afortunadamente no había crecido tanto como para no caber por él y, tras
arrastrarme un par de metros, el mausoleo se abrió a mí en todo el esplendor de
que le dotaba la enorme luna llena que engalanaba aquella madrugada el
firmamento.
Entre
las ruinas que el tiempo había dejado avancé hasta entrar en la sala principal.
Un hueco en el techo iluminaba el altar de forma sobrenatural y supe entonces
que aquella noche era la más importante en la historia de mi vida. Me acordé
entonces de mi familia, de mis amigos, de aquel novio que me había dejado...
Me
acerqué al altar. Saqué de mi bolsillo el pendiente que había encontrado en el
río aquella mañana, la joya que me había impulsado desde entonces adueñándose
de mi voluntad a recorrer mi pasado y, quién sabe si también, mi futuro.
Coloqué
el pendiente sobre el altar y un grito agudísimo paralizó mi respiración.
Claudia
se desespera mientras aquellos dos hombres se acercan a ella amenazándola. No
va a poder cumplir su promesa por aquel maldito resbalón en el río. Se coloca
el único pendiente en su oreja derecha y, tras besar en los gélidos labios a su
amado, sustrae de la funda que descansa sobre la superficie del altar la daga
con la que, ante las exclamaciones desesperadas de los hombres que se abalanzan
sobre ella, se atraviesa el corazón.
Aquella
mañana, soleada y brillante, Sádaba se levantó con una tremenda nevada que
sorprendió a los vecinos más madrugadores, los cuales recordaban que la noche
anterior ninguna nube ocultaba las estrellas.
Los
árboles se estremecían de frío bajo las espesas capas de nieve que soportaban
sus ramas y los tejados mezclaban el naranja de las tejas con aquel blanco casi
violento.
Sólo
el Altar de los Moros apareció cubierto con una especie de pintura roja que,
tras analizarla detenidamente, las autoridades dieron en afirmar que era
sangre.
Nadie
en el pueblo supo explicar aquel hecho y surgieron versiones por toda la
comarca de las Cinco Villas. Cristina, sin embargo, se calló su opinión y
tampoco quiso aclarar el motivo de aquel segundo pendiente que había aparecido
en su oreja izquierda y que acariciaba con pasión.