Estuve en Alemania por primera vez el verano pasado. Volamos hasta Stuttgart y de allí un tren nos llevó a Ludwisburg donde hacíamos noche. De entrada me llamó muchísimo la atención, cuando el avión comenzó a descender buscando la pista de aterrizaje, la cantidad de luces que se esparcían por doquier. No me sorprendían su color o su intensidad, sino que miraras donde miraras el alumbrado tejía una maraña luminosa sin solución de continuidad. Parecía una inmensa ciudad, pero la distancia al suelo aún era grande, por lo que supuse que sería una inmensa ciudad de ciudades. Regresamos de día y entonces pude comprobar que, efectivamente, las ciudades se enlazan entre sí como ciertos barrios en zonas acomodadas. Esta es la explicación a la tremenda densidad de población alemana.
Los alemanes son muchos, sí.
Entramos en la estación de tren de cercanías del aeropuerto, que allí se llama S-Bahn, y esperamos a que llegara nuestro convoy. En Alemania el cercanías, S-Bahn, y el metro, U-Bahn, están conectados. Además las estaciones tienen un único andén para todas las líneas, con lo que no tienes que pasearte por los pasillos subterráneos para hacer trasbordo, basta con esperar a que pare en el andén el tren que quieres tomar y cuya llegada va siendo avisada en los paneles electrónicos con los minutos de espera. De esta manera en un mismo andén puedes coger cualquier línea de metro o cercanías que pase por allí sin riesgo de perderlo durante el tiempo que tardas en recorrer el trasbordo y sin pegarte caminatas innecesarias.
Y es que los alemanes son prácticos.
Por otro lado esos mismos trenes llegaban a la hora que estaba marcada en los diferentes folletos que te proporcionaban en las taquillas o en los tablones informativos. Daba igual que fuera tren de metro, de cercanías o regional, que en la estación de Ludwisburg también paraban, a la hora exacta aparecían, vomitaban un chorro de gente ( los alemanes son muchos, ya sabéis ) y con la misma ansia engullían a los congregados en el andén para partir prestos a cumplir metódicamente con el horario previsto de su próxima parada. En la visita al palacio residencial de Ludwisburg que realizamos al día siguiente con una guía angloparlante que empezaba y acababa a unas horas concretas, aún no me explico cómo pero, a pesar de las numerosas preguntas de discutible interés y de los visitantes remolones que pretendían perpetuarse en el salón del trono real, esas horas fueron clavadas con rigor suizo.
O debería decir alemán, ya que los teutones son puntuales.
Aquel palacio que había servido de residencia a los antiguos reyes de Baden-Württemberg se emplazaba en un delicioso jardín dividido en diferentes partes, ésta de estilo francés con sus setos recortados y sus parterres de flores multicolores o aquélla de estilo inglés con su disposición cuidadosamente descuidada de árboles y plantas, aquí su parque temático de figuras autómatas representando antiguos cuentos populares o allá su recreación de hábitats exóticos para esas latitudes como el jardín de bonsais o el bosque mediterráneo. Y por doquier alemanes ( que son muchos ) con comida y bebida de los puntos de restauración estratégicamente situados y amenizados con conciertos de música clásica interpretados por bandas escrupulosamente uniformadas. Y alemanitos embelesados con las atracciones mientras portaban sus refrescos o sus salchichas. Y a pesar de todo ni un sólo papel por el suelo ni allí ni en las aceras.
Los alemanes realmente son muy civilizados.
Porque beber beben bastante. Te encontrabas mucha gente por la calle o en el metro con latas y botellas de cerveza, amén de en las terrazas con las tradicionales jarras enormes rebosantes de espuma. Nuestro objetivo del viaje era, ironías de la vida, la feria del vino en Ludwisburg, la Ludwisburger Weinlaube, una feria del vino en el paraíso de la cerveza. Y allí estaban los convecinos disfrutando de los vinos de aquella región, al parecer los más afamados y de mejor calidad de toda Alemania, si bien salvando algunos blancos que no estaban mal y algún rosado simpático, los tintos no resistían la comparación con el más peleón de los riberas.Y con ellos nosotros, bebiendo vaso tras vaso de vino y comiendo salchicha tras salchicha. Y tanto ellos como nosotros preguntándonos por qué no nos pedíamos una cerveza de litro y mandábamos al garete los vinuchos mediocres aquellos.
Sí que son cerveceros los alemanes, sí.
A la caída del sol amenizaba la velada vinícola un grupo de música que, con un repertorio ciertamente ambicioso donde lo mismo entraba U2 que Pink Floyd defendidos de manera honrosa bien es cierto, inducían a mover el esqueleto durante un par de horas, porque, eso sí, a las doce y media se acababa la música, la feria y todo el sarao correspondiente. En ese instante ( clavado en punto, por supuesto ), los presentes abandonaban la plaza que acogía la feria y desfilaban de manera silenciosa hacia sus hogares sin alterar la tranquilidad ya reinante en las calles huérfanas de coches y lugareños. Y en esos semáforos en rojo para los peatones esperaban pacientemente los respetuosos alemanes a que el muñequito verde les permitiera cruzar las desérticas avenidas mientras nuestro espíritu latino y transgresor nos impelía a atravesar la calzada bajo su atónita y acusadora mirada. Tras rebullirse en sus entrañas, hacían el amago de iniciar la marcha sin estar convencidos de ello, quedándose mucho más tranquilos cuando el muñequito verde acudía en su ayuda y les rescataba de tan tremenda diatriba.
Gente muy disciplinada estos alemanes.
Por el día esas calles rebosaban de vitalidad sobre ruedas, una tremenda demostración de poderío económico en uno de los santuarios mundiales de la producción de coches, no en vano entre Baden-Württemberg y Baviera se encuentran las naves nodrizas de Porsche, Mercedes o BMW. No resultaba difícil ver una sucesión de Mercedes pasar como si estuvieran desfilando ni tampoco descubrir de cuando en cuando un Boxter o un 911, eso sí, respetando las velocidades máximas que en cada tramo estuvieran estipuladas, la disciplina ante todo. Esa opulencia también se notaba en las calles céntricas de Stuttgart, las más comerciales y concurridas, donde la gente realizaba sus compras o abarrotaban las terrazas, nada baratas por cierto, dejando que el solecito de agosto les compensara de las infidelidades invernales.
Poderosos aparecían entonces los alemanes.
Disfrutando de ese solecito descansábamos tras patear Stuttgart en el Schlossgarten, uno de los abundantes parques que visten a la ciudad de verde. Resulta curioso que no existen vacíos aparentes para la vista puesto que donde no hay edificios hay árboles, o vías de ferrocarril, o carreteras, o un parque, o agua, pero jamás terreno baldío, de manera que nunca alcanzas a ver muy lejos. Tanto verde se agradece desde luego. Y en aquel parque, muchos alemanes disfrutaban de su ocio leyendo, paseando o jugando al ajedrez. En una zona expresamente acondicionada para ello con varias mesas y un gran tablero en el suelo de unos sesenta y cuatro metros cuadrados con sus trebejos de tamaño descomunal se desarrollaba una partida entre dos hombres, uno de pelo cano y otro moreno con rasgos turcos, que contaban con un público atento y numeroso. En cada movimiento debían coger la ficha, de entre cincuenta y cien centímetros en función del trebejo y llevarla hasta su nuevo emplazamiento, retirando la rival comida si era el caso de estar ocupado el escaque, con lo que al trabajo intelectual se añadía un cierto esfuerzo físico. Cada jugada era coreada con un rumor de aceptación o de sorpresa pero, como no podía ser menos, con total educación, si bien los jugadores comentaban en voz alta sus impresiones y en ocasiones eran aconsejados por el público. Tras la victoria del canoso, ni un gesto por su parte de alegría, entusiasmo o relajación, sólo la satisfacción del deber cumplido y la recompensa de los euros que hubiera en juego.
Son muy serios los alemanes.
Hice un gran descubrimiento en Stuttgart: los establecimientos de la cadena Nordsee. Son una especie de restaurantes de comida rápida donde puedes comprarla para llevar o consumirla en las mesitas dispuestas para tal fin en su interior o en las inevitables terrazas. No desperdician un rayo de sol los germanos. ¿ Qué las hizo tan novedosas para mí ? El producto. En esos comercios se vende exclusivamente pescado. Obviamente hay también bebidas pero lo comestible es únicamente pescado, tratado de múltiples maneras, con salsas de diferentes tipos y la posibilidad de que te lo cocinen como lo pidas. El arenque marinado, sobre todo en forma de sandwich Bismarck, que ya había probado aquí en alguna ocasión del Ikea ( a Dios gracias este género ya lo traen preparado, no lo tienes que "montar" tú ) me entusiasmó por la deliciosa frescura y la cantidad de sabores diferentes que las salsas disponibles te ofrecían, desde vinagre a la pimienta hasta remolacha batida, pasando por la mostaza de Dijon, el yogur con manzana y cebolla o un tomate con especias de color dudoso pero exquisito al paladar. Y allí se sentaron a nuestro lado dos niños de unos doce años que, tras elegir unos lenguados en el mostrador, esperaban impacientes con la boca hecha agua a que se los pasaran por la plancha en la cocina. La típica estampa de cualquier Burger King. El día que vea eso en España...
Y es que estos tipos alemanes son un tanto raros.
Llegó el momento de marcharse. Y tras despedirnos del dueño del hostal, un simpático griego que se pasaba el día de cervezas, recorrimos la ciudad camino de la estación de tren empapándonos con las estampas de la plaza del reloj con sus sillas de madera que nadie se llevaba, de los paseos peatonales con el género de las tiendas sacado a la acera, de la Weinlaube recién abierta con los suelos impolutos a pesar de la cantidad de gente que ya acudía a la llamada del vino, de las concurridas calles y sus numerosos coches y sus más numerosas bicicletas...y tanto nos empapamos que al llegar a la estación, la visión del reloj nos dejó helados a pesar de los casi treinta grados que derretían Ludwisburg. El avión salía en noventa minutos, a las cinco y media, y estábamos a una hora, en el mejor de los casos, del aeropuerto. Crisis de pánico. Tuvimos que subir a un regional que nos dejaba en una estación en la que sí debíamos hacer trasbordo para coger la línea de metro del aeropuerto, el trasbordo más rápido de la historia con dos maletas en la mano. En el convoy que nos llevó al aeropuerto tuvimos la sensación de que la línea había multiplicado sus paradas en los tres últimos días. Salimos del tren con las puertas aún cerradas y volamos por la terminal, el eslalon más vertiginoso de la historia con dos maletas en la mano. Llegamos al mostrador de facturación a falta de veinte minutos para despegar. Mi corazón golpeaba el techo. La sonrisa del muchacho que nos atendió redujo mi tensión a pesar de no saber qué estaba diciendo. Tras una conversación amable y por momentos simpática, la traducción me desengañó. No podíamos facturar así que había que pasar las maletas por los controles. Yo llevaba botellas de vino, botes de salchichas y de salsas así que se avecinaba drama. Y el tiempo discurría. En efecto, al hombre que supervisaba el monitor en el control casi se le caen las gafas cuando vio la radiografía de las maletas. Una guardia jurado nos las abrió y sacó absolutamente todo de ellas con meticulosidad alemana y una lentitud que amenazaba con provocar mi colapso. Tuve que salir fuera para comprar bolsas donde meter los frasquitos del neceser, así que, a pesar de que la máquina expendedora esperaba a escasos tres metros del arco detector y que allí sólo estábamos nosotros con todos los guardias y policías que habían venido atraídos por el espectáculo, me volvieron a cachear exhaustivamente. Y la manecilla del minutero se acercaba inmisericorde al número seis en el reloj. Al final, tras meter las cosas a presión y tener que dejar allí el vino, las salchichas, las salsas y los botes de champú, recién empezados faltaría más, intentamos regalarle las cosas a aquella mujer que, al fin y al cabo, había sido amable y tan sólo cumplía su labor, absurda y enojosa gracias a las malditas normas de seguridad impuestas a raíz del desmesurado pánico occidental de esta era Binladista. Ella se negó aduciendo que el reglamento la obligaba a destruir aquellos productos y se mantuvo inmune a nuestros razonamientos; bueno, a los míos se mantuvo ajena ya que, en su traslado de la mente al alemán, los pobres sufrían una inquietante mutación que los convertía en silencio. Con la perspectiva que da el tiempo, resultó encomiable nuestra perseverancia en agasajarla mientras los altavoces repetían nosequé acerca del vuelo a Madrid y el reloj coqueteaba ya con la media. Y es que no se debe renunciar a la elegancia ni en las puertas del infierno. En cualquier caso no sirvió para nada.
Porque, ante todo y por encima de otro atributo, los alemanes son unos cabezas cuadradas.
A título de anécdota, para acabar de aderezar el poderoso cóctel de tensión infinita que formaban mi habitual angustia al volar con el estrés de ver perdido el avión, se añadieron unos compañeros de vuelo que, párvulos y españoles ellos, estuvieron correteando y saltando a nuestro alrededor con la inconcebible connivencia de sus padres, insolidarios y españoles ellos. Me hicieron añorar a aquellos chavalines que, raros un rato largo, es cierto, pero formales y respetuosos, esperaban ilusionados sus lenguados a la plancha. Habíamos vuelto a casa.
Pues este país superpoblado de seres prácticos, puntuales, civilizados, cerveceros, disciplinados, poderosos, serios, raros y muy, pero que muy cuadriculados, representados en esa Mannschaft que condensa los anteriores adjetivos en una única obsesión, la de ganar, es nuestro último obstáculo antes de tocar el cielo.
¡ Y podemos, vaya si podemos !