martes, 8 de julio de 2008

Carta a Indiana Jones

( Ojo, esta entrada contiene numerosas referencias al argumento de la última película de Indiana Jones; si la lees no me culpes de habértela destripado...eso sí, te aviso de que, sorprendentemente, el amigo Indy NO muere en esta peli. ¡ Qué audaces son en Hollywood ! )

Jo, Indy, en menudo dilema me ha puesto tu película. Habitualmente no me gustan demasiado este tipo de historias donde el bueno siempre gana, encuentra el tesoro, se lleva a la chica y los malos tienen su merecido. Por eso iba al cine con la sana intención de imaginarme en qué momento que quedara plausible te hubiera matado yo. Pero ahora no me decido porque podrías caer casi en cada secuencia. Y es que os habéis pasado, colega.




Para empezar creo que hasta tú estarás un poco avergonzado de lo malos que son los malos que te ponen. Pero malos de solemnidad. Dos largas horas disparándote y no te rozan ni un poquito y tú tiras al suelo una metralleta que se dispara sola y le das a un soviético en un pie. En serio que no te llegan a la altura y van cuatro películas. Es como si en un videojuego pasaras de nivel pero los enemigos siguieran siendo igual de palurdos que al principio. Eso empobrece tus logros, créeme.




Visto que rusos y alemanes no dan la talla, creo que deberías considerar la posibilidad de que en futuras entregas tus antagonistas fueran los animales que hay en esta película. Fíjate, estalla una bomba atómica y el perrillo de las praderas ahí está, observando el hongo mientras piensa "pedazo de pepino han soltao" pero ni se mueve el tío, sólo le deja perplejo ver salir a un tipo de una nevera sin un rasguño tras esa explosión que le ha lanzado a cientos de metros ( que lo entiendo, porque a mí me ocurrió lo mismo ). Otros, los monos que, con mirar a los ojos a tu recién estrenado hijo, le enseñan a viajar con las lianas y se unen a vuestra causa; y la rusa buscando la parapsicología en una calavera...¡ Que son los monos el arma total, mujer ! Y para rizar el rizo, diez minutos te lleva tumbar al ruso y en medio segundo lo levantan las hormigas amazónicas, lo cargan y, venga, a la despensa. Esos sí que son enemigos temibles.

Y además estas últimas muy consideradas, os organizan el cuadrilátero y todo. Porque vale que no les mole la calavera pero entre ella y vosotros hay mucha más distancia que entre las hormigas de vanguardia y la propia calavera. Supongo que pensaron como la guardia civil cuando presencia una pelea en las fiestas de un pueblo, " que se frían a tortazos y al que pierda nos lo llevamos y todos tan contentos ".

Claro que, puestos a igualar, tampoco salen muy bien parados los del FBI. Resulta que te hacen la vida imposible porque, en pleno maccarthismo, tu supuesta ayuda a esos soviéticos les ha escamado y presionan hasta que te apartan de tu trabajo. Pero luego andan rusos muy rusos con acento de rusos montando persecuciones en las calles, broncas en bares donde pasan desapercibidos con sus trajes de vestir rodeados de chupas de cuero y jerseys de hermandades o jaleos en los campus repletos de gente y allí no se entera ni el tato. Hay que ver...

El caso es que te voy a hacer un recuento de las veces que, si hubiese sido tu guionista, hubiera podido acabar contigo. Y comprobarás que ibas a dejar a Kenny a la altura del betún:

- muerto tras encontrar la caja que buscan los soviéticos, al ser alcanzado por alguno de los miles de disparos de los certeros tiradores rivales;

- ahogado al ser empujado por el cohete ese que os saca al ruso y a ti del almacén;

- desintegrado con la bomba atómica ( huelgan comentarios );

- reventado en el choque de la nevera con el suelo;

- atropellado en la persecución sobre la moto, cuando te pasan del coche a la moto y viceversa;

- envenenado por uno de los dardos de los indios, que parecen haber ido a la misma escuela de tiro que los soviéticos ;

- apaleado por la comunidad científica al destrozar las momias de Orellana y amigos tras llevar quinientos años desaparecidas;

- derretido tu cerebro por la calavera;

- ahogado en las arenas movedizas;

- picado por la serpiente;

- infartado al saber que el tonto del bote del rockabilly es en realidad tu hijo;



- ahogado en las arenas movedizas ( te dio tiempo incluso a escribir testamento );

- condenado a pena de muerte tras matar a sangre fría a tu novieta de antaño al no aguantar su insufrible verborrea ( yo aquí te hubiera absuelto pero ya sabes cómo sois los yanquis );

- estampado en un árbol en cualquier instante de la persecución a lo largo de la jungla;

- muerto por alguna de las cientos de balas que de nuevo los extraordinarios tiradores soviéticos vuelven a desperdiciar;

- despeñado por el precipicio;

- aplastado por el coche de la soviética élfica;

- secuestrado por las hormigas como el ruso para seguir dirimiendo vuestras diferencias en un ambiente más íntimo;

- ahogado en el río tras fallar estrepitosamente los cálculos de tu novieta con respecto al aguante de la rama;

- ahogado en la primera catarata;

- ahogado en la segunda catarata;

- ahogado en la tercera catarata;

- sacrificado por los indios de la ciudad perdida;

- abducido por la nave espacial;

- atropellado por alguno de los cientos de pedruscos provocados por la destrucción del templo;

- ahogado tras anegar el Amazonas el hueco que deja la nave espacial y que tu cadáver tuviera que volver a caer por las tres cataratas anteriores.

Por supuesto que estos finales podrían ser compartidos por tus compañeros de aventuras, la pesada de tu novieta, el pringao de tu hijo o el zumbao de tu antiguo colega. No tengo mayor inconveniente. Eso sí, vale con que el chico no sea muy listo y no tenga ni idea de casi nada ( aunque luego sea capaz de desplazarse con las lianas a la misma velocidad que los coches ), pero me parece fatal que le vaciles de esa manera haciéndole creer que Pancho Villa hablaba quéchua por el hecho de ser latinoamericano. Que luego el chico se crece y elucubra ese brillante plan de huir del campamento en medio de la selva, pensando, es de suponer, que allí al lado habría una cabina telefónica de SOS y línea directa con la DGT.


La cuestión es que ando dubitativo y me pone muy nervioso tanta indecisión. ¿ Por qué no me echas una manita ? Pero sin látigo, que ya te veo...

lunes, 30 de junio de 2008

El pero

Soy de naturaleza pesimista, he de reconocerlo, de los que no sólo ven la botella medio vacía sino que además piensan que el vino de dentro ya estará picado...

Por eso, tras la alegría de ayer, tras el partido inicial contra Rusia que nos permitía soñar con el buen juego de la selección, tras la victoria agónica contra Suecia que convocaba viejos fantasmas de mala suerte con la lesión de Puyol y los únicos minutos en el campeonato de zozobra colectiva tras el gol de Ibrahimovic, tras la remontada ante Grecia en un partido de trámite que nos servía para llegar con pleno de victorias a la temida ronda de cuartos donde nos esperaba el protagonista habitual de nuestras peores pesadillas, tras el derrumbamiento de varias barreras psicológicas e históricas en ese enfrentamiento contra Italia como la propia selección azzurra, los penalties y el mal fario en los últimos minutos, tras la exhibición en semifinales contra Rusia que nos hacía frotarnos los ojos mientras el mundillo futbolístico nos elogiaba y colgaba ese papel de favoritos que históricamente tanta presión paralizante nos ha provocado, tras la extraordinaria final contra Alemania, otro de los peces gordos en esto del balompié, que se derrumbaba físicamente como jamás pensé ver a un alemán de esos tan grande, tan alto, tan fuerte, tan alemán, hundidos tras correr detrás del balón durante setenta minutos y desorientados en las ocasiones que lo recuperaban por no saber muy bien qué hacer con él, tras los gritos de júbilo al pitar el árbitro el final y poder soltar toda la adrenalina acumulada en años y años de frustraciones y sinsabores delante del televisor, tras el éxtasis de ver a Casillas levantar la copa como si fuera el Santo Grial que llevábamos buscando sin saber a ciencia cierta si existía, tras el estruendo de cientos y cientos de cláxones por las calles de los conductores embriagados con la victoria, de los contagiados por el alborozo o de los incrédulos que veían las calzadas asaltadas, tras la invasión de esos asaltantes ataviados con los colores de la Roja, con la bandera a la espalda como la capa de un superhéroe o a la cintura como el pareo del que disfruta del mejor rato del verano, tras los cánticos acerca de cualquier motivo que sonara a victoria, a España, a fútbol o a cualquier cosa chistosa, ya que no hay humor más agradecido que aquél vástago del triunfo, y que unía en una sola voz a personas de edades, sexos, razas, clases, nacionalidades y, por desgracia para el oído, timbres bien distintos, tras las lágrimas de entusiasmo al encontrar tanta gente feliz por un hecho en sí mismo estúpido y absurdo como es llevar un balón hasta una portería pegándole patadas, tras la constatación de que hay ciertos eventos que nos unen más que las miles de palabras vacuas e interesadas de los políticos y sus lamentables intentos de separarnos cuando la mayoría de las personas sólo quieren vivir en paz y tranquilidad y quizá, eso sí, un poquito mejor cada día, tras todas esas sensaciones que ciertamente te dejan poco menos que tan extenuado como a los propios jugadores y que deberían acercarte al estado casi absoluto de felicidad, yo, pesimista por naturaleza, le encontré un pero a la victoria de la Roja.
Y es que, una vez disfrutadas las cervezas en el bar de turno como se disfrutan las cervezas que uno considera bien merecidas, nos quedamos con Ana en un cruce esperando la llegada de un taxi. Había muy pocos, es cierto, y la mayoría ocupados. Pero, aquí llega el pero, los que pasaban vacíos y nos veían con nuestras camisetas de España y los brazos levantados, en vez de parar tocaban su claxon y gritaban "¡ España, España !". Y así estuvimos media hora...
Al final, de hecho, el taxi lo paró Ana cuando se alejó de nosotros y a ella, que iba vestida normal, la tomaron más en serio.
Y es que me gustaría haber contado también que Ana se vistió, vibró, sufrió, gritó y se emocionó con la Roja, pero, por desgracia, nunca se me ha dado bien la literatura fantástica. Eso aún tendrá que esperar.

viernes, 27 de junio de 2008

¡ Que viene la Mannschaft !

Estuve en Alemania por primera vez el verano pasado. Volamos hasta Stuttgart y de allí un tren nos llevó a Ludwisburg donde hacíamos noche. De entrada me llamó muchísimo la atención, cuando el avión comenzó a descender buscando la pista de aterrizaje, la cantidad de luces que se esparcían por doquier. No me sorprendían su color o su intensidad, sino que miraras donde miraras el alumbrado tejía una maraña luminosa sin solución de continuidad. Parecía una inmensa ciudad, pero la distancia al suelo aún era grande, por lo que supuse que sería una inmensa ciudad de ciudades. Regresamos de día y entonces pude comprobar que, efectivamente, las ciudades se enlazan entre sí como ciertos barrios en zonas acomodadas. Esta es la explicación a la tremenda densidad de población alemana.

Los alemanes son muchos, sí.


Entramos en la estación de tren de cercanías del aeropuerto, que allí se llama S-Bahn, y esperamos a que llegara nuestro convoy. En Alemania el cercanías, S-Bahn, y el metro, U-Bahn, están conectados. Además las estaciones tienen un único andén para todas las líneas, con lo que no tienes que pasearte por los pasillos subterráneos para hacer trasbordo, basta con esperar a que pare en el andén el tren que quieres tomar y cuya llegada va siendo avisada en los paneles electrónicos con los minutos de espera. De esta manera en un mismo andén puedes coger cualquier línea de metro o cercanías que pase por allí sin riesgo de perderlo durante el tiempo que tardas en recorrer el trasbordo y sin pegarte caminatas innecesarias.


Y es que los alemanes son prácticos.


Por otro lado esos mismos trenes llegaban a la hora que estaba marcada en los diferentes folletos que te proporcionaban en las taquillas o en los tablones informativos. Daba igual que fuera tren de metro, de cercanías o regional, que en la estación de Ludwisburg también paraban, a la hora exacta aparecían, vomitaban un chorro de gente ( los alemanes son muchos, ya sabéis ) y con la misma ansia engullían a los congregados en el andén para partir prestos a cumplir metódicamente con el horario previsto de su próxima parada. En la visita al palacio residencial de Ludwisburg que realizamos al día siguiente con una guía angloparlante que empezaba y acababa a unas horas concretas, aún no me explico cómo pero, a pesar de las numerosas preguntas de discutible interés y de los visitantes remolones que pretendían perpetuarse en el salón del trono real, esas horas fueron clavadas con rigor suizo.


O debería decir alemán, ya que los teutones son puntuales.


Aquel palacio que había servido de residencia a los antiguos reyes de Baden-Württemberg se emplazaba en un delicioso jardín dividido en diferentes partes, ésta de estilo francés con sus setos recortados y sus parterres de flores multicolores o aquélla de estilo inglés con su disposición cuidadosamente descuidada de árboles y plantas, aquí su parque temático de figuras autómatas representando antiguos cuentos populares o allá su recreación de hábitats exóticos para esas latitudes como el jardín de bonsais o el bosque mediterráneo. Y por doquier alemanes ( que son muchos ) con comida y bebida de los puntos de restauración estratégicamente situados y amenizados con conciertos de música clásica interpretados por bandas escrupulosamente uniformadas. Y alemanitos embelesados con las atracciones mientras portaban sus refrescos o sus salchichas. Y a pesar de todo ni un sólo papel por el suelo ni allí ni en las aceras.


Los alemanes realmente son muy civilizados.


Porque beber beben bastante. Te encontrabas mucha gente por la calle o en el metro con latas y botellas de cerveza, amén de en las terrazas con las tradicionales jarras enormes rebosantes de espuma. Nuestro objetivo del viaje era, ironías de la vida, la feria del vino en Ludwisburg, la Ludwisburger Weinlaube, una feria del vino en el paraíso de la cerveza. Y allí estaban los convecinos disfrutando de los vinos de aquella región, al parecer los más afamados y de mejor calidad de toda Alemania, si bien salvando algunos blancos que no estaban mal y algún rosado simpático, los tintos no resistían la comparación con el más peleón de los riberas.Y con ellos nosotros, bebiendo vaso tras vaso de vino y comiendo salchicha tras salchicha. Y tanto ellos como nosotros preguntándonos por qué no nos pedíamos una cerveza de litro y mandábamos al garete los vinuchos mediocres aquellos.


Sí que son cerveceros los alemanes, sí.


A la caída del sol amenizaba la velada vinícola un grupo de música que, con un repertorio ciertamente ambicioso donde lo mismo entraba U2 que Pink Floyd defendidos de manera honrosa bien es cierto, inducían a mover el esqueleto durante un par de horas, porque, eso sí, a las doce y media se acababa la música, la feria y todo el sarao correspondiente. En ese instante ( clavado en punto, por supuesto ), los presentes abandonaban la plaza que acogía la feria y desfilaban de manera silenciosa hacia sus hogares sin alterar la tranquilidad ya reinante en las calles huérfanas de coches y lugareños. Y en esos semáforos en rojo para los peatones esperaban pacientemente los respetuosos alemanes a que el muñequito verde les permitiera cruzar las desérticas avenidas mientras nuestro espíritu latino y transgresor nos impelía a atravesar la calzada bajo su atónita y acusadora mirada. Tras rebullirse en sus entrañas, hacían el amago de iniciar la marcha sin estar convencidos de ello, quedándose mucho más tranquilos cuando el muñequito verde acudía en su ayuda y les rescataba de tan tremenda diatriba.


Gente muy disciplinada estos alemanes.


Por el día esas calles rebosaban de vitalidad sobre ruedas, una tremenda demostración de poderío económico en uno de los santuarios mundiales de la producción de coches, no en vano entre Baden-Württemberg y Baviera se encuentran las naves nodrizas de Porsche, Mercedes o BMW. No resultaba difícil ver una sucesión de Mercedes pasar como si estuvieran desfilando ni tampoco descubrir de cuando en cuando un Boxter o un 911, eso sí, respetando las velocidades máximas que en cada tramo estuvieran estipuladas, la disciplina ante todo. Esa opulencia también se notaba en las calles céntricas de Stuttgart, las más comerciales y concurridas, donde la gente realizaba sus compras o abarrotaban las terrazas, nada baratas por cierto, dejando que el solecito de agosto les compensara de las infidelidades invernales.


Poderosos aparecían entonces los alemanes.

Disfrutando de ese solecito descansábamos tras patear Stuttgart en el Schlossgarten, uno de los abundantes parques que visten a la ciudad de verde. Resulta curioso que no existen vacíos aparentes para la vista puesto que donde no hay edificios hay árboles, o vías de ferrocarril, o carreteras, o un parque, o agua, pero jamás terreno baldío, de manera que nunca alcanzas a ver muy lejos. Tanto verde se agradece desde luego. Y en aquel parque, muchos alemanes disfrutaban de su ocio leyendo, paseando o jugando al ajedrez. En una zona expresamente acondicionada para ello con varias mesas y un gran tablero en el suelo de unos sesenta y cuatro metros cuadrados con sus trebejos de tamaño descomunal se desarrollaba una partida entre dos hombres, uno de pelo cano y otro moreno con rasgos turcos, que contaban con un público atento y numeroso. En cada movimiento debían coger la ficha, de entre cincuenta y cien centímetros en función del trebejo y llevarla hasta su nuevo emplazamiento, retirando la rival comida si era el caso de estar ocupado el escaque, con lo que al trabajo intelectual se añadía un cierto esfuerzo físico. Cada jugada era coreada con un rumor de aceptación o de sorpresa pero, como no podía ser menos, con total educación, si bien los jugadores comentaban en voz alta sus impresiones y en ocasiones eran aconsejados por el público. Tras la victoria del canoso, ni un gesto por su parte de alegría, entusiasmo o relajación, sólo la satisfacción del deber cumplido y la recompensa de los euros que hubiera en juego.

Son muy serios los alemanes.

Hice un gran descubrimiento en Stuttgart: los establecimientos de la cadena Nordsee. Son una especie de restaurantes de comida rápida donde puedes comprarla para llevar o consumirla en las mesitas dispuestas para tal fin en su interior o en las inevitables terrazas. No desperdician un rayo de sol los germanos. ¿ Qué las hizo tan novedosas para mí ? El producto. En esos comercios se vende exclusivamente pescado. Obviamente hay también bebidas pero lo comestible es únicamente pescado, tratado de múltiples maneras, con salsas de diferentes tipos y la posibilidad de que te lo cocinen como lo pidas. El arenque marinado, sobre todo en forma de sandwich Bismarck, que ya había probado aquí en alguna ocasión del Ikea ( a Dios gracias este género ya lo traen preparado, no lo tienes que "montar" tú ) me entusiasmó por la deliciosa frescura y la cantidad de sabores diferentes que las salsas disponibles te ofrecían, desde vinagre a la pimienta hasta remolacha batida, pasando por la mostaza de Dijon, el yogur con manzana y cebolla o un tomate con especias de color dudoso pero exquisito al paladar. Y allí se sentaron a nuestro lado dos niños de unos doce años que, tras elegir unos lenguados en el mostrador, esperaban impacientes con la boca hecha agua a que se los pasaran por la plancha en la cocina. La típica estampa de cualquier Burger King. El día que vea eso en España...

Y es que estos tipos alemanes son un tanto raros.

Llegó el momento de marcharse. Y tras despedirnos del dueño del hostal, un simpático griego que se pasaba el día de cervezas, recorrimos la ciudad camino de la estación de tren empapándonos con las estampas de la plaza del reloj con sus sillas de madera que nadie se llevaba, de los paseos peatonales con el género de las tiendas sacado a la acera, de la Weinlaube recién abierta con los suelos impolutos a pesar de la cantidad de gente que ya acudía a la llamada del vino, de las concurridas calles y sus numerosos coches y sus más numerosas bicicletas...y tanto nos empapamos que al llegar a la estación, la visión del reloj nos dejó helados a pesar de los casi treinta grados que derretían Ludwisburg. El avión salía en noventa minutos, a las cinco y media, y estábamos a una hora, en el mejor de los casos, del aeropuerto. Crisis de pánico. Tuvimos que subir a un regional que nos dejaba en una estación en la que sí debíamos hacer trasbordo para coger la línea de metro del aeropuerto, el trasbordo más rápido de la historia con dos maletas en la mano. En el convoy que nos llevó al aeropuerto tuvimos la sensación de que la línea había multiplicado sus paradas en los tres últimos días. Salimos del tren con las puertas aún cerradas y volamos por la terminal, el eslalon más vertiginoso de la historia con dos maletas en la mano. Llegamos al mostrador de facturación a falta de veinte minutos para despegar. Mi corazón golpeaba el techo. La sonrisa del muchacho que nos atendió redujo mi tensión a pesar de no saber qué estaba diciendo. Tras una conversación amable y por momentos simpática, la traducción me desengañó. No podíamos facturar así que había que pasar las maletas por los controles. Yo llevaba botellas de vino, botes de salchichas y de salsas así que se avecinaba drama. Y el tiempo discurría. En efecto, al hombre que supervisaba el monitor en el control casi se le caen las gafas cuando vio la radiografía de las maletas. Una guardia jurado nos las abrió y sacó absolutamente todo de ellas con meticulosidad alemana y una lentitud que amenazaba con provocar mi colapso. Tuve que salir fuera para comprar bolsas donde meter los frasquitos del neceser, así que, a pesar de que la máquina expendedora esperaba a escasos tres metros del arco detector y que allí sólo estábamos nosotros con todos los guardias y policías que habían venido atraídos por el espectáculo, me volvieron a cachear exhaustivamente. Y la manecilla del minutero se acercaba inmisericorde al número seis en el reloj. Al final, tras meter las cosas a presión y tener que dejar allí el vino, las salchichas, las salsas y los botes de champú, recién empezados faltaría más, intentamos regalarle las cosas a aquella mujer que, al fin y al cabo, había sido amable y tan sólo cumplía su labor, absurda y enojosa gracias a las malditas normas de seguridad impuestas a raíz del desmesurado pánico occidental de esta era Binladista. Ella se negó aduciendo que el reglamento la obligaba a destruir aquellos productos y se mantuvo inmune a nuestros razonamientos; bueno, a los míos se mantuvo ajena ya que, en su traslado de la mente al alemán, los pobres sufrían una inquietante mutación que los convertía en silencio. Con la perspectiva que da el tiempo, resultó encomiable nuestra perseverancia en agasajarla mientras los altavoces repetían nosequé acerca del vuelo a Madrid y el reloj coqueteaba ya con la media. Y es que no se debe renunciar a la elegancia ni en las puertas del infierno. En cualquier caso no sirvió para nada.

Porque, ante todo y por encima de otro atributo, los alemanes son unos cabezas cuadradas.

A título de anécdota, para acabar de aderezar el poderoso cóctel de tensión infinita que formaban mi habitual angustia al volar con el estrés de ver perdido el avión, se añadieron unos compañeros de vuelo que, párvulos y españoles ellos, estuvieron correteando y saltando a nuestro alrededor con la inconcebible connivencia de sus padres, insolidarios y españoles ellos. Me hicieron añorar a aquellos chavalines que, raros un rato largo, es cierto, pero formales y respetuosos, esperaban ilusionados sus lenguados a la plancha. Habíamos vuelto a casa.

Pues este país superpoblado de seres prácticos, puntuales, civilizados, cerveceros, disciplinados, poderosos, serios, raros y muy, pero que muy cuadriculados, representados en esa Mannschaft que condensa los anteriores adjetivos en una única obsesión, la de ganar, es nuestro último obstáculo antes de tocar el cielo.

¡ Y podemos, vaya si podemos !

lunes, 23 de junio de 2008

Bendita indigestión

Que sí, que nadie se preocupe que ya me estoy tragando todas y cada una de mis palabras agoreras, gafes y fatídicas ( mantengo que ciencia lo llamo yo; lo de ayer es al fútbol como el ornitorrinco a los mamíferos ).
Y con mucho gusto, oiga.

martes, 17 de junio de 2008

Que me equivoque...

Como aún no había hecho ninguna entrada futbolera, voy a aprovechar las circunstancias para dejar por escrito mi vaticinio en esta eurocopa.
Ya lo comenté el sábado pasado antes de que jugara España. Y se me tachó de agorero.
Podría hacer mío ese latiguillo tan propio de novias y madres que reza " ya te lo dije yo..." el día que ocurra ( lamentablemente el domingo ). Y se me tacharía de oportunista.
Por eso recurro a este blog, ya convertido en un fondo de saco donde caben tanto los cuentos naif como los chascarrillos mediáticos, los poemas sentidos como las novelas negras poligoneras, para sentenciar que, según paraba Buffon el penalty a Mutu en la segunda jornada, España caía eliminada en cuartos. En efecto, suena a la teoría matemática del caos, aquel enunciado popular de que si una mariposa batía sus alas en Tokio podía provocar una tempestad en New York ( si bien creo que más bien ha sido al revés y un estornudo yanqui en forma de hipotecas subprime ha derivado en que quizá tengamos que comer mariposas para sobrevivir de aquí a unos meses ), pero el hecho es que a la ciencia me remito para sustentar mi teoría.
Ese día Italia consiguió salir con vida milagrosamente y quedar en una situación de extrema precariedad para llegar a cuartos. Lo que les gusta, vamos. Tienen que ganar a Francia en un partido agónico y esperar que Rumanía no venza a Holanda. También podrían empatar con Francia con goles y que Rumanía perdiera. En cualquier caso, un calvario.
Mientras tanto España espera plácidamente rival en cuartos ( si bien cuando mascullé este enunciado España aún no estaba clasificada ) y, al tiempo que los italianos sudarán sangre esta noche, ellos echarán a suertes quién juega mañana contra Grecia un partido de puro trámite.
Introducimos una variable que sería el hipotético interés de Holanda en cepillarse a dos rivales como Francia e Italia, "dejándose" ganar por Rumanía y así despejarse un tanto el camino a la final.
Y aquí es donde entra la ciencia.
Veamos la situación : España espera rival y depende de la limpieza de Holanda y de la historia de Italia. España a la calle. Primero los holandeses, europeos ellos, saldrán con la dignidad por bandera y ganarán a Rumanía ( además si el beneficiado es Italia los equipos sufren de una suerte de obnubilación que les lleva a hacer lo contrario de lo que deberían por su bien: aún recuerdo a Nigeria en el mundial de USA´94 marcando un gol innecesario, de hecho un golazo de Amokachi, en el descuento que les abocaba a encontrarse en octavos con Italia, en vez de jugar contra México; claro, Italia les mandó a casa marcando el empate en el minuto 88 y el gol de la victoria en la prórroga ). Los italianos por su parte ganarán a Francia llorando, gimiendo y suplicando.
Será entonces cuando llegue ese cuarto de final entre la España favorita de media Europa y la Italia moribunda que acabará, como todos bien sabemos por la experiencia acumulada en el camino, con España jugando bien, incluso muy bien, y volviéndose para los madriles con un gol de Luca Toni en el 93. El Getafe, por desgracia, ya ha mostrado el camino.
¿ No se hace acaso ciencia basándose en la experiencia y la repetición de sucesos nos lleva a concluir una ley ? Ciencia futbolística pues.
Lo jodido es que no hay ningún antídoto contra la frustración, pues si bien ya sabemos lo que pasará, no hemos encontrado aún la manera de luchar contra sus indeseables efectos en nuestra moral. Así que habrá que volver a llorar un domingo del mes de junio...
Bueno, quizá los holandeses sean razonables.

jueves, 8 de mayo de 2008

Ciudad sin ley

Trabajo en una de esas ciudades de la periferia de Madrid que suelen recibir el apelativo de "dormitorio". Este calificativo motivado por albergar en su seno a muchos habitantes cuyo puesto de trabajo está en la capital induce a pensar que son ciudades muertas, donde sólo se reposa tras la jornada. Nada más lejos de la realidad.

En la ciudad donde trabajo los niños pasan pruebas de madurez en su cambio del colegio al instituto. Esas pruebas las realizan los niños mayores que ellos. Se llaman novatadas y provocan pánico en los recién llegados.

En la ciudad donde trabajo no es bueno ponerse en evidencia. Por eso en los institutos no está bien visto que la gente sobresalga por encima de los demás y cree engorrosas comparaciones. Además los compañeros se desmotivan y empiezan a faltar a clase, aunque luego sí estén a la salida para explicarte cómo es la vida real.

En la ciudad donde trabajo se puede conseguir cualquier cosa. No hay distingos superficiales de clase social ya que cualquiera puede disfrutar de un coche último modelo o de una cena en el restaurante más caro del lugar. Para ello se han dispuesto actividades complementarias al trabajo que sirven para compensar esas diferencias económicas. La mayoría son ilegales, eso sí.

En la ciudad donde trabajo también se puede conseguir cualquier cosa porque hay infraestructuras para ello. Cualquier bien de consumo va directo del camión al hogar sin sufrir encarecimientos abusivos por parte de los intermediarios sin escrúpulos que pueblan el territorio patrio.

En la ciudad donde trabajo los coches tienen personalidad propia. Es el motivo por el cual unos días después de salir del concesionario sufren un profundo cambio de imagen exterior y una enérgica revisión de su espiritualidad. Con la renovación ganan en alerones, rayas, diámetro del tubo de escape, caballos o decibelios y pierden su timidez inicial.

En la ciudad donde trabajo las rotondas son meritorias. Todas ellas aspiran a convertirse en curvas de algún circuito famoso, por lo que aceptan de buen grado los giros intempestivos de sus conciudadanos. Salir de ellas de una pieza también es meritorio, sí...

En la ciudad donde trabajo los sitios de aparcamiento están muy cotizados. Eso provoca que cuando se encuentra uno vacío sea agasajado colocando el coche en doble fila para que nadie lo utilice sin el debido respeto. Ese gran valor ha provocado que, en los últimos tiempos, se intente dotar de tal categoría a cualquier acera, paso de cebra, punto limpio o mediana.

En la ciudad donde trabajo la música es muy importante. Desde pequeños se intenta pulir el oído a los niños no sólo con palabras de mucha sonoridad que puedan repetir a sus amiguitos sino también con demostraciones contundentes del uso de los auriculares. No hemos de despreciar la contribución inestimable aquí de las radios de los coches.

En la ciudad donde trabajo las niñas llevan tanga. Esa prenda de exigua tela que, curiosa paradoja, se creó para pasar desapercibida y sin embargo surge a cada instante, invade los armarios de las adolescentes desterrando a las tradicionales braguitas como el mejillón cebra conquista nuestros ríos.

En la ciudad donde trabajo las mujeres se consideran niñas hasta bien pasados los sesenta. Si este hecho lo unimos al punto anterior, la invasión es tan agresiva como la del molusco bivalvo antes mencionado y, sin duda, de terribles consecuencias para la salud visual.

En la ciudad donde trabajo los perros son parte de la familia. Se los acaricia, se los cuida, se los mima, se los pasea con orgullo, se los disfruta a cada instante y por eso las razas más apreciadas son aquéllas reconocidas por su bondad y buen talante como pitbulls y dogos argentinos. Animalitos...

En la ciudad donde trabajo la fuerza es una cualidad imponderable. Sin menoscabar por ello la capacidad de persuasión de una buena explicación, una demostración rápida de la versatilidad del binomio triceps-nudillos puede terminar con las tediosas réplicas que aquélla provocaría.

En la ciudad donde trabajo los ojos son poderosas armas de seducción. Sus variados colores, desde los azules celestes al negro azabache pasando por los verdes aguamarinas o los castaños casi melifluos, y sus usos insinuantes con caídas de ojos o leves guiños suelen encerrar un delicioso placer sensorial. Siempre que los poses en la persona adecuada, claro, ya que, como con otras armas, te pueden requerir el permiso para su tenencia y uso y, antes de tu tediosa explicación, tirar de binomio.

En la ciudad donde trabajo existe la igualdad de género para las cosas importantes. No juzgues demasiado alegremente quién ha entrado así en la rotonda o si puedes liarte con ese atractivo muchacho aunque esté emparejado. Afortunadamente cualquiera, hombre o mujer, puede tirar de binomio.

En la ciudad donde trabajo existe la propiedad privada. Esa privacidad es inversamente proporcional a la edad de los poseedores, de tal suerte que cuanto más jovencitos son en la relación, más gruesos son los muros construidos alrededor de la pareja con el fin de evitar contactos, sonrisas, miradas o conversaciones consideradas indebidas. Es decir, todas.

En la ciudad donde trabajo la información es un derecho inherente al ciudadano. Existen por ello canales informativos de eficacia comprobada que impiden con rotundidad que el más mínimo detalle de la vida de uno sólo de los vecinos pueda perderse y no ser escrupulosamente juzgado por los demás.

En la ciudad donde trabajo ser un cotilla está terminantemente prohibido. Cualquier persona que, antes de avanzar el secreto inconfesable o el desliz bochornoso de su confidente, no reniegue de forma taxativa de esta repugnante tarea recibe el gesto reprobatorio de sus decepcionados vecinos. Pero que lo cuente, claro.

En la ciudad donde trabajo todo el mundo es obrero. Ha sido así desde que era un pequeño municipio que iba creciendo al calor de las muchas industrias que venían desde Madrid hasta ahora que no queda suelo para construir en todo el término municipal. Nadie sabe cómo carajo gana el PP las elecciones.

En la ciudad donde trabajo, en esta ciudad pequeña pero congestionada, con calles estrechas y aún casitas bajas condenadas a desaparecer con sus dueños para dejar paso a edificios altos e impersonales, en esta ciudad receptora dominada por la inmigración de europa oriental que tan encontradas posturas suscita, en esta ciudad creciente que observa irse a sus jóvenes a los pueblos de la alcarria al no poder comprarse aquí un piso por los precios desorbitados que se piden, en esta ciudad consciente de sus errores y orgullosa ante sus aciertos, en la ciudad donde trabajo y sus gentes viven, surgen ahora los desmanes de quienes debían protegerlos, de quienes debían demostrarles la justicia de las leyes, de quienes debían defenderlos ante los ataques de los malvados, de quienes debían terciar en sus disputas, de quienes debían agradecer con su dedicación que les paguen su buen sueldo, de quienes quizá han provocado que sea lo que, a veces, es.

Una ciudad sin ley.

lunes, 18 de febrero de 2008

La policía no es tonta

En este nuestro querido país hay mucha gente con un concepto negativo de las fuerzas de seguridad. Sea por un pasado demasiado cercano de abusos y brutalidad, sea por nuestra ancestral costumbre de burlarnos de la autoridad, sea por la escalada de inseguridad que pone en duda su eficacia, la cuestión es que guardias civiles, policías nacionales y municipales son vistos con aprensión y suspicacia. Lo cual no impide que reclamemos continuamente un aumento de sus dotaciones en nuestras calles cuando la delincuencia golpea con una frecuencia o una violencia que nos inquietan o conmueven.
En este contexto considero que el siguiente documento puede ayudar a que maticemos esa imagen peyorativa de, al fin y al cabo, personas que velan por nuestra seguridad poniendo en peligro su propia integridad:

Un guardia civil del servicio de inteligencia especializado en delitos de drogas espera a las puertas de un bar a que el dueño, sospechoso de tenencia y tráfico de estupefacientes, cierre su local para detenerle y llevarle hasta su casa para un registro. Para ello cuenta con la orden del juez de la Audiencia Nacional, el cual está dirigiéndose en esos momentos a la casa del sospechoso junto con un teniente de la Guardia Civil para dirigir personalmente dicho registro.
Una vez el sospechoso echa el cierre y, tras esposarle y convertirle en detenido, se dirigen ambos hacia el coche oficial situado en doble fila unos metros más adelante de la fachada del bar para no levantar suspicacias entre sus clientes. Al llegar a él lo encuentran subido en una grúa municipal bajo la atenta mirada de dos policías locales. El guardia civil se dirige a ellos.
- Buenas noches, soy agente judicial de la guardia civil en misión oficial. ¿ Haríais el favor de bajar el coche ?
El policía local, visiblemente enfadado, le responde.
- Ya no lo puedo bajar. Es que siempre vais avasallando, con eso de que vestís de calle os creéis que podéis hacer lo que os da la gana.
-¿ Perdón ? Te repito que estoy en misión oficial con un detenido y que hagáis el favor de bajar el coche porque tengo prisa.
- Este coche estaba mal aparcado y por eso nos lo llevamos.
- ¿ Me estás vacilando ? Mira, tengo a un juez yendo a la casa del detenido para un registro y no puedo perder el tiempo en tonterías. Baja el coche de la grúa de una vez.
- Me da igual lo que estuvieras haciendo, es tu día de mala suerte. Al detenido te lo llevas si quieres pero el coche se queda aquí.
- Te estoy diciendo que un superior mío y un juez de la Audiencia Nacional se dirigen a casa de este hombre para un registro. Necesito llevarlo allí y para eso me tienes que dar el coche - dirigiéndose al conductor de la grúa -. Baje el coche de una puñetera vez.
El policía local, ya con malos modos.
- El coche no va a ningún sitio. Estaba en doble fila y nos lo llevamos. Una vez en la grúa ya no lo puedo bajar.
A todo esto el detenido, completamente descojonado, sugiere al guardia civil que, como la cosa va para largo, le suelte y ya harán lo del registro otro día. El guardia civil, con un cabreo de órdago a la grande, le dice que se calle, que se suba al coche y, cogiendo el móvil, llama a su teniente.
- Mi teniente, una pareja de policías locales retienen mi coche y se niegan a devolvérmelo, por lo que estoy en la calle con el detenido sin posibilidad de llevarlo a su casa.
Tras oír la explicación, el juez coge el móvil y le dice al guardia civil que ahora mismo van para allá y que detenga a los dos policías municipales por obstrucción a la justicia, todo ello aderezado con una suerte de improperios que un blog respetuoso como este no se atreve a reproducir.
Tras colgar, el guardia civil se dirige a los policías locales.
- Haced el favor de darme las armas reglamentarias y poneros vuestros grilletes que estáis detenidos.
Los dos policías locales se empiezan a partir de risa.
- ¡ Qué dices ! No puedes detenernos...
- Tengo una orden del juez de deteneros por obstrucción a la justicia. Haced lo que os digo y no montéis el numerito, que estamos en plena calle Alcalá.
Porque, a todo esto, la escena se desarrolla en la calle más popular de Madrid.
- A mí no me vas a detener.
- Haz el favor de no poner las cosas más difíciles. Sed sensatos que en un momento está aquí el juez y os vais a complicar la vida.
En ese momento, el policía local recapacita y considera cómo puede recuperar la iniciativa de la situación. Y halla la respuesta. Se dirige al coche patrulla y pide refuerzos, de tal suerte que en un momento aparecen dos coches patrulla más. En ellos viene un sargento de la Policía Local. Cuando el guardia civil confirma que no sólo no van a cooperar sino que vienen más policías, los ojos se le salen de las órbitas. Otro que las está pasando canutas es el detenido dentro del coche subido en la grúa, cuya risa compulsiva está a punto de provocarle un colapso.
El sargento, intentando quitar hierro a un asunto que ha llegado demasiado lejos, toma la palabra :
- Siento mucho lo ocurrido. Todo ha sido un lamentable error, los muchachos han entendido mal la situación. Ahora mismo bajan el coche y aquí no ha pasado nada.
- Me temo que ya es tarde. Tengo una orden del juez de detenerlos por obstrucción a la justicia, así que ellos se quedan conmigo si hacen el favor de darme las armas y ponerse los grilletes.
- ¿ Cómo que tienes una orden judicial ?
- ¡¡¡ Si se lo he dicho tres veces a ellos !!! Estoy en misión oficial con este detenido al cual llevaba a su casa para un registro con el juez de la Audiencia Nacional. Al no bajarme el coche de la grúa he llamado a mi superior y el juez me he dado orden de detenerlos.
- ¡ No fastidies !
En ese momento llega el coche con el teniente y el juez de la Audiencia Nacional, el cual sale del vehículo como un miura del encajonamiento.
- ¿¡ Dónde están esos dos anormales !?
El sargento de la Policía Local se dirige al juez.
- Soy el sargento a cargo de estos hombres, estoy a su...
- A usted no le quiero ni ver, lárguese de aquí ahora mismo. ¿¡ Dónde están esos dos anormales !?
Una vez se enfrenta a los dos policías locales, que en esos momentos no sienten correr la sangre por sus venas, tras taladrarlos con la mirada, ordena su detención.
- Les voy a procesar por obstrucción a la justicia. Me voy a encargar de que les suspendan de empleo y sueldo y les abran un expediente para expulsarles del cuerpo de policía. Y por de pronto se van detenidos a los calabozos de Plaza de Castilla para que, cuando termine el registro que estaban ustedes impidiendo, les tome declaración yo personalmente.
Y dirigiéndose al conductor de la grúa le ordena que baje el coche inmediatamente. Éste, temiendo que el asunto le salpique, comienza a bajarlo mientras se deshace en explicaciones.
- Yo sólo cumplía órdenes, señoría, nada más desempeñaba mi función, de haber tenido capacidad de...
- Cállese y márchese si no quiere dormir también en la celda.
Así que llegamos al desenlace del suceso con los dos coches camino de los juzgados de Plaza de Castilla, en uno teniente y juez despotricando sobre los inútiles que han entrado en las policías locales en las últimas remesas, en el otro el guardia civil con los tres detenidos, los policías locales flanqueando al sospechoso de tráfico de drogas socarrón.
- Cuando cuente esto yo en el talego, no me van a creer. Si parezco Jesucristo crucificado con los dos ladrones a sus costados...

Ya lo cantó Sabina, mucha mucha policía...