El cóndor había observado, desde aquella su atalaya, el tranquilo paso de las nubes. El viento había amainado hasta sentarse a su lado para susurrarle sus planes grandilocuentes. Quería flirtear con el pináculo de la torre Eiffel, y le proponía que le acompañase. El cóndor movió la cabeza con suavidad, repasando su vasto territorio. Sí, quizá le conviniera un eventual cambio de aires. Aceptó y salieron con el alba, precisamente en la dirección del sol naciente.
El cóndor elevó majestuoso su corpachón y pronto alcanzó la altura adecuada para su económico planeo. Allí abajo se sucedían las praderas, los frondosos bosques y los eventuales poblamientos humanos. Sólo descendió en una ocasión para beber agua, justo antes de encontrarse con el océano. Descansó sobre un acantilado, preguntándose si el mundo que le esperaba al otro lado sería igualmente hospitalario. Si habría altas cordilleras, caudalosos ríos y exuberantes vergeles. El viento le apremió, impaciente por conocer París y allá que fueron ambos, ave y meteoro, meteoro y ave, surcando los mares de azul y blanco cabrillero. De vez en cuando distinguía el cóndor un navío, pequeña mota en el lienzo marino, así como sentía la presencia imponente de aquellos gigantes de acero que tampoco movían las alas y parecían angustiados por perderse el final de la misa.
Las horas se sucedían sin que se avistara tierra por ningún lado, y el cóndor sintió la angustia de la inmensidad: quizá no existiera tierra más allá, quizá el mundo no fuera redondo y él volase hasta topar con una pared elástica, que lo devolvería en dirección contraria, el esfuerzo inútil y las alas decepcionadas, quizá no hubiera fin y estuviera abocándose a surcar el firmamento durante toda la eternidad. El cóndor se cuidó muy mucho de compartir su pesadumbre con el viento, pues sabía que este, mucho más viajado, se burlaría de su escepticismo. Pero ya empezaba a cansarse de no ver más que agua, de no encontrar ninguna roca sobre la que descansar de su esfuerzo, de no posar sus garras sobre algún saliente rumoroso mientras las olas coqueteaban con la arena...
Estaba a punto de verbalizar su desencanto cuando su vista aguzada contempló una costa. No parecía gran cosa pero fue suficiente para retornarle el ánimo. Descendió hacia aquella sombra que fue agrandándose, el verde resaltando entre tanto azul, un baile de islas que, a diferencia del maná que caía del cielo, estaban esperando su llegada arracimadas en la superficie marina como las cuentas de un collar. El cóndor desplegó sus alas para frenar su descenso y se posó sobre un gran árbol, inmejorable comité de bienvenida. El viento hubo de conformarse, aunque pagó su desacuerdo provocando una ligera tormenta en las islas de Cabo Verde. Aquella noche el cóndor durmió como los ángeles, sueño digno para alguien que los visitaba con asiduidad en sus elevados paseos. A la mañana siguiente, las fuerzas renovadas y el ánimo, cuán importante es el ánimo, destilando optimismo, el cóndor retomó su viaje, bordeando desde entonces la costa africana en su búsqueda del Viejo Mundo, aquel continente que un día se lanzase en busca de nuevos horizontes y llegase a la conclusión de que había descubierto América al llegar a sus dominios.
Se acababa ya el verano cuando atisbó las costas de aquel reino que fuera el de sus antepasados, cuando en su territorio, de tan vasto, no llegaba nunca a ponerse el sol. El viento dijo que él prefería bordear aquel país donde le echaban la culpa de los incendios, la contaminación y hasta de las veleidades de los políticos. "Si soplo, que traigo partículas en suspensión y si no soplo, que hay contaminación", así que él por ahí no pasaba. El cóndor intentó convencerlo con el argumento de que sólo pararía para comer algo, pues sus fuerzas andaban ya muy mermadas, pero el viento se mantuvo en sus trece y le emplazó a encontrarse a su regreso en aquel mismo sitio, las famosas columnas de Hércules.
Mientras el cóndor veía alejarse al viento, cientos de leyendas transmitidas por sus padres, y a estos por los suyos, y así sucesivamente, se agolparon en su memoria, cuentos de supervivencia, de honor, de luchas y de alegría, de fandangos y sangre caliente, cuentos de un pueblo acostumbrado a las penurias y los sinsabores, que no se deja amedrentar por la aflicción, sufrida piel de toro.
Piel de toro que, según el cóndor se acercaba, se tornaba amarilla, seca, quebradiza como la paja cargada en exceso de mies, aunque no fuera el caso pues la sequía veraniega había mudado los campos en eriales y los cauces bajaban secos, apenas un hilillo tímido zigzagueando entre las piedras. En algunos parajes, la huella asoladora del fuego había enlutado las laderas. Los esqueletos de los árboles resistían sobre su desnuda dignidad, conscientes por la experiencia que sólo dan los años, de que vendrían tiempos mejores antes de la próxima devastación.
El cóndor sintió hambre y dirigió su vuelo hacia la enorme conurbación de Madrid, sobre cuyo cielo describió círculos menguantes según descendía y sus edificios se agigantaban, sus ruidos atrobanan y sus gentes, con las cabezas gachas y el semblante circunspecto, se dirigían velozmente hacia Dios sabía dónde, ajenos a su majestuosa silueta. Llevado por el instinto, el cóndor aterrizó sobre el Congreso, donde le esperaba un importante despliegue policial. A él y a unos cuantos manifestantes.
Según se posó sobre la cabeza de uno de los leones, un sargento le quiso cobrar las tasas aeroportuarias, le impuso una multa por estacionar en zona S.E.R. sin el distintivo correspondiente, le detuvo por carencia de papeles inmigratorios y le sancionó por ostentación de símbolos preconstitucionales. Ante su lamento de que sólo estaba débil porque tenía hambre, el suboficial replicó que ya no se atendía a los inmigrantes sin papeles en la seguridad social española y que se fuera a buscar alpiste a otro país. Un agente, que había escuchado la conversación, se acercó y, disculpando a su superior porque era el único compatriota que no veía los documentales de la 2, le corrigió: "es un cóndor, hombre, come carroña".
"¡Ah! Entonces ha venido al sitio adecuado. Que pase y haga amigos".
El cóndor elevó majestuoso su corpachón y pronto alcanzó la altura adecuada para su económico planeo. Allí abajo se sucedían las praderas, los frondosos bosques y los eventuales poblamientos humanos. Sólo descendió en una ocasión para beber agua, justo antes de encontrarse con el océano. Descansó sobre un acantilado, preguntándose si el mundo que le esperaba al otro lado sería igualmente hospitalario. Si habría altas cordilleras, caudalosos ríos y exuberantes vergeles. El viento le apremió, impaciente por conocer París y allá que fueron ambos, ave y meteoro, meteoro y ave, surcando los mares de azul y blanco cabrillero. De vez en cuando distinguía el cóndor un navío, pequeña mota en el lienzo marino, así como sentía la presencia imponente de aquellos gigantes de acero que tampoco movían las alas y parecían angustiados por perderse el final de la misa.
Las horas se sucedían sin que se avistara tierra por ningún lado, y el cóndor sintió la angustia de la inmensidad: quizá no existiera tierra más allá, quizá el mundo no fuera redondo y él volase hasta topar con una pared elástica, que lo devolvería en dirección contraria, el esfuerzo inútil y las alas decepcionadas, quizá no hubiera fin y estuviera abocándose a surcar el firmamento durante toda la eternidad. El cóndor se cuidó muy mucho de compartir su pesadumbre con el viento, pues sabía que este, mucho más viajado, se burlaría de su escepticismo. Pero ya empezaba a cansarse de no ver más que agua, de no encontrar ninguna roca sobre la que descansar de su esfuerzo, de no posar sus garras sobre algún saliente rumoroso mientras las olas coqueteaban con la arena...
Estaba a punto de verbalizar su desencanto cuando su vista aguzada contempló una costa. No parecía gran cosa pero fue suficiente para retornarle el ánimo. Descendió hacia aquella sombra que fue agrandándose, el verde resaltando entre tanto azul, un baile de islas que, a diferencia del maná que caía del cielo, estaban esperando su llegada arracimadas en la superficie marina como las cuentas de un collar. El cóndor desplegó sus alas para frenar su descenso y se posó sobre un gran árbol, inmejorable comité de bienvenida. El viento hubo de conformarse, aunque pagó su desacuerdo provocando una ligera tormenta en las islas de Cabo Verde. Aquella noche el cóndor durmió como los ángeles, sueño digno para alguien que los visitaba con asiduidad en sus elevados paseos. A la mañana siguiente, las fuerzas renovadas y el ánimo, cuán importante es el ánimo, destilando optimismo, el cóndor retomó su viaje, bordeando desde entonces la costa africana en su búsqueda del Viejo Mundo, aquel continente que un día se lanzase en busca de nuevos horizontes y llegase a la conclusión de que había descubierto América al llegar a sus dominios.
Se acababa ya el verano cuando atisbó las costas de aquel reino que fuera el de sus antepasados, cuando en su territorio, de tan vasto, no llegaba nunca a ponerse el sol. El viento dijo que él prefería bordear aquel país donde le echaban la culpa de los incendios, la contaminación y hasta de las veleidades de los políticos. "Si soplo, que traigo partículas en suspensión y si no soplo, que hay contaminación", así que él por ahí no pasaba. El cóndor intentó convencerlo con el argumento de que sólo pararía para comer algo, pues sus fuerzas andaban ya muy mermadas, pero el viento se mantuvo en sus trece y le emplazó a encontrarse a su regreso en aquel mismo sitio, las famosas columnas de Hércules.
Mientras el cóndor veía alejarse al viento, cientos de leyendas transmitidas por sus padres, y a estos por los suyos, y así sucesivamente, se agolparon en su memoria, cuentos de supervivencia, de honor, de luchas y de alegría, de fandangos y sangre caliente, cuentos de un pueblo acostumbrado a las penurias y los sinsabores, que no se deja amedrentar por la aflicción, sufrida piel de toro.
Piel de toro que, según el cóndor se acercaba, se tornaba amarilla, seca, quebradiza como la paja cargada en exceso de mies, aunque no fuera el caso pues la sequía veraniega había mudado los campos en eriales y los cauces bajaban secos, apenas un hilillo tímido zigzagueando entre las piedras. En algunos parajes, la huella asoladora del fuego había enlutado las laderas. Los esqueletos de los árboles resistían sobre su desnuda dignidad, conscientes por la experiencia que sólo dan los años, de que vendrían tiempos mejores antes de la próxima devastación.
El cóndor sintió hambre y dirigió su vuelo hacia la enorme conurbación de Madrid, sobre cuyo cielo describió círculos menguantes según descendía y sus edificios se agigantaban, sus ruidos atrobanan y sus gentes, con las cabezas gachas y el semblante circunspecto, se dirigían velozmente hacia Dios sabía dónde, ajenos a su majestuosa silueta. Llevado por el instinto, el cóndor aterrizó sobre el Congreso, donde le esperaba un importante despliegue policial. A él y a unos cuantos manifestantes.
Según se posó sobre la cabeza de uno de los leones, un sargento le quiso cobrar las tasas aeroportuarias, le impuso una multa por estacionar en zona S.E.R. sin el distintivo correspondiente, le detuvo por carencia de papeles inmigratorios y le sancionó por ostentación de símbolos preconstitucionales. Ante su lamento de que sólo estaba débil porque tenía hambre, el suboficial replicó que ya no se atendía a los inmigrantes sin papeles en la seguridad social española y que se fuera a buscar alpiste a otro país. Un agente, que había escuchado la conversación, se acercó y, disculpando a su superior porque era el único compatriota que no veía los documentales de la 2, le corrigió: "es un cóndor, hombre, come carroña".
"¡Ah! Entonces ha venido al sitio adecuado. Que pase y haga amigos".