jueves, 8 de mayo de 2008

Ciudad sin ley

Trabajo en una de esas ciudades de la periferia de Madrid que suelen recibir el apelativo de "dormitorio". Este calificativo motivado por albergar en su seno a muchos habitantes cuyo puesto de trabajo está en la capital induce a pensar que son ciudades muertas, donde sólo se reposa tras la jornada. Nada más lejos de la realidad.

En la ciudad donde trabajo los niños pasan pruebas de madurez en su cambio del colegio al instituto. Esas pruebas las realizan los niños mayores que ellos. Se llaman novatadas y provocan pánico en los recién llegados.

En la ciudad donde trabajo no es bueno ponerse en evidencia. Por eso en los institutos no está bien visto que la gente sobresalga por encima de los demás y cree engorrosas comparaciones. Además los compañeros se desmotivan y empiezan a faltar a clase, aunque luego sí estén a la salida para explicarte cómo es la vida real.

En la ciudad donde trabajo se puede conseguir cualquier cosa. No hay distingos superficiales de clase social ya que cualquiera puede disfrutar de un coche último modelo o de una cena en el restaurante más caro del lugar. Para ello se han dispuesto actividades complementarias al trabajo que sirven para compensar esas diferencias económicas. La mayoría son ilegales, eso sí.

En la ciudad donde trabajo también se puede conseguir cualquier cosa porque hay infraestructuras para ello. Cualquier bien de consumo va directo del camión al hogar sin sufrir encarecimientos abusivos por parte de los intermediarios sin escrúpulos que pueblan el territorio patrio.

En la ciudad donde trabajo los coches tienen personalidad propia. Es el motivo por el cual unos días después de salir del concesionario sufren un profundo cambio de imagen exterior y una enérgica revisión de su espiritualidad. Con la renovación ganan en alerones, rayas, diámetro del tubo de escape, caballos o decibelios y pierden su timidez inicial.

En la ciudad donde trabajo las rotondas son meritorias. Todas ellas aspiran a convertirse en curvas de algún circuito famoso, por lo que aceptan de buen grado los giros intempestivos de sus conciudadanos. Salir de ellas de una pieza también es meritorio, sí...

En la ciudad donde trabajo los sitios de aparcamiento están muy cotizados. Eso provoca que cuando se encuentra uno vacío sea agasajado colocando el coche en doble fila para que nadie lo utilice sin el debido respeto. Ese gran valor ha provocado que, en los últimos tiempos, se intente dotar de tal categoría a cualquier acera, paso de cebra, punto limpio o mediana.

En la ciudad donde trabajo la música es muy importante. Desde pequeños se intenta pulir el oído a los niños no sólo con palabras de mucha sonoridad que puedan repetir a sus amiguitos sino también con demostraciones contundentes del uso de los auriculares. No hemos de despreciar la contribución inestimable aquí de las radios de los coches.

En la ciudad donde trabajo las niñas llevan tanga. Esa prenda de exigua tela que, curiosa paradoja, se creó para pasar desapercibida y sin embargo surge a cada instante, invade los armarios de las adolescentes desterrando a las tradicionales braguitas como el mejillón cebra conquista nuestros ríos.

En la ciudad donde trabajo las mujeres se consideran niñas hasta bien pasados los sesenta. Si este hecho lo unimos al punto anterior, la invasión es tan agresiva como la del molusco bivalvo antes mencionado y, sin duda, de terribles consecuencias para la salud visual.

En la ciudad donde trabajo los perros son parte de la familia. Se los acaricia, se los cuida, se los mima, se los pasea con orgullo, se los disfruta a cada instante y por eso las razas más apreciadas son aquéllas reconocidas por su bondad y buen talante como pitbulls y dogos argentinos. Animalitos...

En la ciudad donde trabajo la fuerza es una cualidad imponderable. Sin menoscabar por ello la capacidad de persuasión de una buena explicación, una demostración rápida de la versatilidad del binomio triceps-nudillos puede terminar con las tediosas réplicas que aquélla provocaría.

En la ciudad donde trabajo los ojos son poderosas armas de seducción. Sus variados colores, desde los azules celestes al negro azabache pasando por los verdes aguamarinas o los castaños casi melifluos, y sus usos insinuantes con caídas de ojos o leves guiños suelen encerrar un delicioso placer sensorial. Siempre que los poses en la persona adecuada, claro, ya que, como con otras armas, te pueden requerir el permiso para su tenencia y uso y, antes de tu tediosa explicación, tirar de binomio.

En la ciudad donde trabajo existe la igualdad de género para las cosas importantes. No juzgues demasiado alegremente quién ha entrado así en la rotonda o si puedes liarte con ese atractivo muchacho aunque esté emparejado. Afortunadamente cualquiera, hombre o mujer, puede tirar de binomio.

En la ciudad donde trabajo existe la propiedad privada. Esa privacidad es inversamente proporcional a la edad de los poseedores, de tal suerte que cuanto más jovencitos son en la relación, más gruesos son los muros construidos alrededor de la pareja con el fin de evitar contactos, sonrisas, miradas o conversaciones consideradas indebidas. Es decir, todas.

En la ciudad donde trabajo la información es un derecho inherente al ciudadano. Existen por ello canales informativos de eficacia comprobada que impiden con rotundidad que el más mínimo detalle de la vida de uno sólo de los vecinos pueda perderse y no ser escrupulosamente juzgado por los demás.

En la ciudad donde trabajo ser un cotilla está terminantemente prohibido. Cualquier persona que, antes de avanzar el secreto inconfesable o el desliz bochornoso de su confidente, no reniegue de forma taxativa de esta repugnante tarea recibe el gesto reprobatorio de sus decepcionados vecinos. Pero que lo cuente, claro.

En la ciudad donde trabajo todo el mundo es obrero. Ha sido así desde que era un pequeño municipio que iba creciendo al calor de las muchas industrias que venían desde Madrid hasta ahora que no queda suelo para construir en todo el término municipal. Nadie sabe cómo carajo gana el PP las elecciones.

En la ciudad donde trabajo, en esta ciudad pequeña pero congestionada, con calles estrechas y aún casitas bajas condenadas a desaparecer con sus dueños para dejar paso a edificios altos e impersonales, en esta ciudad receptora dominada por la inmigración de europa oriental que tan encontradas posturas suscita, en esta ciudad creciente que observa irse a sus jóvenes a los pueblos de la alcarria al no poder comprarse aquí un piso por los precios desorbitados que se piden, en esta ciudad consciente de sus errores y orgullosa ante sus aciertos, en la ciudad donde trabajo y sus gentes viven, surgen ahora los desmanes de quienes debían protegerlos, de quienes debían demostrarles la justicia de las leyes, de quienes debían defenderlos ante los ataques de los malvados, de quienes debían terciar en sus disputas, de quienes debían agradecer con su dedicación que les paguen su buen sueldo, de quienes quizá han provocado que sea lo que, a veces, es.

Una ciudad sin ley.