lunes, 25 de marzo de 2013

Ya no nos queda ni París...

Sigo sin entenderlo, y encima se me caen los mitos. Hace unos años, cuando Zapatero tramitaba la ley de matrimonio homosexual, se articuló en España un poderoso movimiento contrario: la Iglesia, asociaciones conservadoras y sus brazos políticos, que se apresuraron a defender la exclusividad del término para la unión de un hombre y una mujer, amén de los derechos en cuestión de descendencia que a él lleva inherentes. Se convocaron manifestaciones, se presionó en los medios, se pronosticó el caos y el fin del mundo hasta entonces conocido si la medida llegaba a buen puerto.
Años después, con la ley aprobada y unos cuantos matrimonios gays celebrados ( tampoco tantos como los agoreros vaticinaban; quizá llevara razón el artículo que leí entonces - deberéis disculpar que no recuerde su autor - : animaba a esos grupos que tanto denostan el libertinaje de la comunidad homosexual a congratularse de la sorprendente predisposición de estos a someterse bajo el yugo de un contrato tan tradicionalista como el matrimonio ), se han cumplido esos pronósticos: en efecto, se acerca el fin del mundo, pero no por los matrimonios gays precisamente...
Yo no comprendía entonces por qué sale una persona a manifestarse contra el logro de derechos por parte de otra, si los suyos no sufren ningún menoscabo con ello. Hubo quienes intentaron explicarme sus argumentos, de los cuales colegí tres ideas principales: defensa de los niños, inadecuación del término y diferencia de entidades distintas. Vayamos en orden inverso:
- La diferencia de entidades distintas: esto es, que los gays son personas normales que pueden hacer lo que quieran, faltaría más( "porque yo tengo muchos amigos gays, no vayas a pensar que soy homófobo" ). Pero su unión no puede ser lo mismo que la de un hombre y una mujer que sí que es lo normal ("natural" es un adjetivo que se usa también mucho, porque parece que añade toda la carga semántica de la esencia reproductora). Ergo, no los considero tan normales como mi corrección política me obliga a declarar. Lo que nos empuja a,
- la inadecuación del término: no se puede llamar matrimonio porque eso es la unión de un hombre y una mujer: "que lo llamen de otra forma". Lo cual, a priori, no sería mala solución si se equiparasen los derechos de esa otra unión con los del matrimonio, salvo porque ya marca una diferencia contraria a derecho y porque en ella se suelen negar los derechos de adopción, lo que nos lleva al siguiente punto. Pero no quiero dejar de apuntar mi extrañeza por el repentino puritanismo etimológico de los que, sin embargo, luego se llenan la boca llamando democracia al sistema político que te deja votar cada cuatro años para que luego el partido político que alcanza el poder se pase por el forro su programa electoral o acepten cincunloquios como reformas, regularización de activos o externalizaciones para nombrar lo que están siendo, a todas luces, recortes, amnistía fiscal y privatizaciones. Eso se describe, en castellano al alcance de todos, como cogérsela con papel de fumar.
- La defensa de los niños: el quid de la cuestión. Argumentan quienes prefieren impedir a los homosexuales la adopción que no crecerían igual en ese ambiente que en uno heterosexual. Lo cual invalida para la crianza a madres solteras, viudos, separados y divorciados, en el caso de que el motivo sea la ausencia de la figura paterna o materna. Y si la razón fuera la supuesta influencia perniciosa de tener por padres a dos personas del mismo sexo, urgiría un estudio en profundidad de los efectos sobre los niños de esas familias formadas por dos padres separados, con sus respectivas parejas y hogares posteriores, donde los niños devienen en pequeñitas copias de Bill Murray en Lost in Traslation. Preñados de prejuicios, hablamos por hablar. Y para más inri, esa defensa a ultranza proviene en gran parte de un sector, la Iglesia, cuyas posturas con respecto a la infancia suelen abundar en controversias ( y no busco segundos sentidos ): derecho a la vida, aunque esta sea indigna ( que nazcan todos los niños, aunque sean inválidos o se mueran de hambre ) o arbitrariedades al juzgar la idoneidad del ambiente ( ¿es peor crecer en el seno de una familia homosexual que como hijo de una adolescente violada por parte de su tío? ).
Repito, no lo entendí entonces y no lo entiendo ahora: ¿por qué manifestarse en contra de una obtención de derechos del prójimo que no repercute en el menoscabo de los tuyos? Pero aquello era España y lo achaqué a nuestro lamentable retraso social y a la aún obcecada influencia religiosa. El drama ha surgido ahora, cuando son los franceses quienes se echan a la calle para impedir una ley de matrimonio homosexual. ¡Francia! El paraíso de la lucha civil y la defensa de los derechos humanos, el paradigma del progreso europeo, el reducto de la intelectualidad y el buen gusto. ¡Francia! Ese país imperfecto, pero con el que gustábamos de comparar nuestros avances hacia la modernidad.
Pues allí también cuecen habas. Y cabe suponer que, una vez se las coman, también tendrán gases. Hediondos, como podéis ver.

Dedicado a Teresa, que me ilustra en "gabacherías".