lunes, 26 de noviembre de 2012

Sandy

Había soñado con una isla exótica. La arena se extendía más allá del alcance de su mirada, una arena blanca y fina que estremecía las plantas de sus pies. El horizonte asomaba azul, limpio y, ante todo, tranquilo. Nada en él amenazaba el hechizo de la calma. Por primera vez en semanas sintió paz.
Anduvo a lo largo de la playa, alcanzando un pequeño roquedal. Desde su ápice intentó acotar la extensión de aquella isla, lo que los marinos conocen como bojar. Gracias a la magia de los sueños, su vista se elevó hasta abarcar todo el contorno: la isla tenía el tamaño aproximado de Manhattan. Al despertar recordaría con curiosidad este dato, pero en el sueño le pareció de lo más natural conocer la extensión de la isla neoyorquina y calcular así, a buen ojo, su relación con esta. Nueva York, la capital del mundo. ¿Y por qué no podría llegar a serlo algún día esta?
Llamarla por segunda vez "esta" le resultó incómodo. Evidentemente tendría que ponerle un nombre. Sin nombre las cosas o las personas no existen. Tendría que ser uno genial, armonioso, llamativo pero sin estridencias. Uno digno de la nueva capital del mundo. Cada vez le gustaba más aquella idea. ¿Y por qué no podría llegar a serlo algún día?
Decidió aparcar aquella decisión para más adelante. No había que precipitarse. Las prisas no son buenas consejeras. Por ahora se referiría a ella como isla de arena. No le satisfizo. El castellano tenía ciertas limitaciones. Probó en inglés con Sandy. Sonaba mucho mejor, no cabía duda. ¿Y si probaba con el suyo? Nunca mejoraría la tremenda sonoridad inglesa. Nada, se quedaría con Sandy. Sandy...
Sandy parecía despoblada. Al menos él no había reconocido ningún edificio desde las alturas. Volvió a elevar la vista, pero la arena le deslumbró hasta cegarle. Una nebulosa giratoria se adueñó de su cerebro. Temió marearse. Poco a poco recuperó el gobierno de sus sentidos y entonces surgieron los colores: el verde claro de los prados y el más oscuro de los árboles, el ocre de la tierra labrada, el naranja de los ladrillos, el negro de los pavimentos...
Sandy hervía en vida. Los animales convivían avenidos, grandes y pequeños, carnívoros y vegetarianos, domésticos y salvajes. Las plantas competían en belleza, regalando contrastes de color impensados hasta entonces. Los edificios se organizaban con el primor de un urbanismo tan modélico y humano, que un niño podría pasear solo por la ciudad sin correr el más mínimo peligro.
No había pobres, no había enfermos, no había injusticias ni delitos.
De repente, el cielo cambió por un techo de bellos artesonados y la levitación terminó sobre un sillón de respaldo acogedor y cómodos brazos. Allí recibía delegaciones extranjeras impacientes por su consejo: deseaban imitar su impecable sociedad en otras latitudes menos afortunadas. Él aconsejaba orgulloso, aunque callaba ciertos detalles, pues todo triunfador debe conservar el secreto de su éxito. Y más en su situación, odiado por sus enemigos, ahítos de envidia y deseosos de presenciar su descalabro.
Notó que el sueño le abandonaba, interrumpido por un chirriante sonido metálico. Él luchó por no despertar. No, al menos hasta que le pusiera nombre definitivo a su isla, a su creación, a su éxito. Sandy resultaba redondo, pero le tiraban las raíces. ¿Por qué no usar el nombre del único sitio capaz de remedar su sueño? Justo antes de despertar, la isla fue bautizada como Catalonia.
Se desperezó, un tanto resentido con el despertador, y acudió presto al periódico, gentilmente colocado boca abajo en la mesita de la cocina por su esposa. Mientras se servía un café, bastante peor que el de la isla (pensamiento extraño pues no recordaba haber tomado ninguno, pero no siempre se recuerdan íntegramente los sueños), leyó el artículo en la contraportada. Se quedó petrificado, pálido como la arena de su sueño. Y lo más terrible, ya incapaz de afrontar la portada y descubrir el resultado de las elecciones.     

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